jueves, 16 de octubre de 2008

El deporte en Brasil (I): carga y descarga

Desde pequeñito que ya vivía y me confirmaban el deporte como una descarga. Recuerdo que, cinco minutos antes del recreo, miraba el reloj del aula a cada minuto para ir acrecentando los nervios hasta que, finalmente, cuando el minutero se desplazaba y conectaba con el timbre que avisaba a toda la escuela que empezaba el recreo, salía embarulladamente junto con tantos otros que, como yo, habían estado mirando de reojo al reloj, sin que el profesor nos percibiera, y contando los sesenta segundos de cada minuto –que a veces te salían 64, a veces 52-, hasta que aquellos más activos conseguimos alcanzar, irónicamente, una notable percepción del tempo del tiempo.

El barullo en las puertas de salida era una feliz sobreexitación. Ocurría dos veces: para salir de tu clase y para acceder al exterior, donde te alcanzaban de soslayo, con miradas tan cómplices como al soslayo, los soslayados pioneros de las otras aulas. La llegada a la zona del patio destinada a tu clase era una carrera en la que la alegría se desbocaba a medida que te acercabas al destino e ibas comprobando, también de reojo, que el grupo de fanáticos era cada vez mayor. Creo que a esa edad no sabía concebir el deporte sin fanatismo: jugar y jugar, ser más veloz, resistir más, ser más fuerte, ser mejor que aquél, cansarse hasta reventar y reventar hasta agotarse y agotarse hasta anularse, aprender ya a hacer esto, rápido perfeccionar aquéllo, ser el mejor en tu habilidad: ganar, ganar, ganar.

Pese a que en mi primer curso, a los seis añitos, me comprometí con el judo como deporte extraescolar, fue a los nueve años cuando mi compromiso ya sería para bien largo con un deporte que prometía ser un auténtico vehículo de descarga para fanáticos como yo, el rugby. A la maduración de conceptos como el respeto, la humildad y la importancia de la técnica en el judo se le añadieron, además, en el rugby, el factor equipo, la importancia del desarrollo físico y el universo de la táctica. Con todo y con eso, era todavía para mí un deporte complementario, ya que el deporte estrella seguía siendo el fútbol, practicado a todas horas durante los recreos y seguido al detalle por televisión, en el Camp Nou o en las colecciones de cromos y charlas con los amigos. Tenía muchos deportes complementarios que adoraba y me encantaba practicar a la mínima ocasión, como la natación, el básquet, la bicicleta, el voley, el tenis, el frontón, el skate, todos aquellos juegos que inventábamos y todos aquellos juegos de esconderse y perseguirse cuyas normas mudaban con la propia evolución y el liderazgo de algunos unido al beneplácito del grupo –éste último, el beneplácito, solía venir más por el éxito de la práctica que por la iniciativa de aprobar o desaprobar una iniciativa: se daba que grupo e iniciativa no podían iniciar grupo, que líder e iniciativa iniciaban un grupo sólido, pero no válido por insuficientemente numeroso. Me habría gustado, en este punto, practicar deportes de mayor riesgo, pero por cuestiones de edad, me limite a incorporar el riesgo a todo lo que practicaba.

Contando ya con la edad de Jesucristo, y tratando de mirar a la vida a sus ojos de luto primaveral, en la procesión de envejecer miro de soslayo ese irracionalismo despótico de la infancia con la complicidad de resucitarlo en lo que de juego y deporte pervive en mí, ya que aunque no vale ese ingenuo fervor ilusionado para crear ningún sistema que sostenga una vida, sí tengo la ilusión, y cierta certeza histórica, que sí puede sostener a cualquier sistema.

Y es que uno se ha visto abocado a saber cada vez más sobre la práctica deportiva y su simbología, tras una pingüe experiencia como jugador, entrenador, docente y, cómo era, gestor. Recuerdo ahora mismo, como si fuera ayer, una explicación muy reveladora sobre lo que es el símbolo, como concepto, en su origen. Fue en una clase de Pensamiento, y el profesor nos narró cómo el symbolon, para el griego, era una pieza circular, como una moneda de valor X, que se partía en dos mitades irregularmente, de tal modo que esa pieza perdía todo su valor X, y no pasaba de tener un valor potencial o valor cero a un valor Y hasta que ambas se hacían coincidir de nuevo. Cuando coincidían las partes el symbolon adquiría todo su valor que, seguramente, era el inicial más el del proceso. De estos años de madurez en el deporte me quedo principalmente con las amistades que quedan, y me llevo fundida en el ojal del alma una moneda por botón. Tratando de completar mis aprendizajes de niño que crece, busco enseñanzas ciertas en el mundo adulto que sigue aguardando. De frente al espejo del futuro y al soslayo al presente impetuoso, miro de reojo al reloj de la infancia esperando ansioso que el minutero se desplace para alarmarme que vuelve a ser el tiempo de jugar.

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Y sólo para que vean lo complementario del estudio del deporte y su aplicación, noten que el deporte ya no es más una pura descarga, sino, modernamente, una saludable gestión de cargas y descargas. Y yo que quiero ser un tipo aplicado, me pongo a calibrar, y la cosa va como les explico a continuación.

Yo a Brasil llegué un poco cargado, de modo que en mi irracional deseo de equilibrio empecé a buscar formas de descargar. Contrariamente a lo que hube preconcebido sin intención, los brasileños –por lo menos aquí en el sur-, no son gente que viva lenta o cansada o al margen de la preocupación y la ocupación: y resulta que cargan las pilas muy rápido, y empiezan a cargar con el día ya desde el amanecer. Son un poco cargantes, la verdad. “Allí donde fueres haz lo que vieres”, de modo que concibo que lo primero es acostumbrarse, por más que me cargue, al madrugón.

Algo carga el aire que me impide madrugar: quizás sea yo que cargue con sueño acumulado –o perdido-, pero la cuestión es que consigo cabrearme todos los días cuando observo por primera vez el reloj y ya son las nueve, o cuando la siesta prevista para quince minutos se trastorna en una pesadilla de tres horas de dulces sueños de duración –cómo cuesta cargar con ella después, qué pesada la pasividad-. Y es que quizás porque vine cargado los períodos de descarga deben ser más largos para equilibrar. Entiendo poco de deporte moderno, pero creo que a los deportistas serios, hoy en día, se les enseña así.

Mi doctora, que es psicóloga sutil y también chamán urbanita –desde aquí, que me perdone por el atrevimiento-, me ilustró que llevaba un exceso de carga emocional, que la violencia que recibía del exterior la interiorizaba y no había usado ningún canal de descarga, de modo que me aconsejó la práctica deportiva y unos gránulos homeopáticos que me ayudarían a descargar el exceso de carga en cualquiera de sus formas bajo mi piel.

Así que ya está bien. Consigo acostarme pronto y a la cama, a descargar lo del día y cargar para el otro –qué buen deporte, no os parece?-. Madrugo. Me tomo mis gránulos en ayunas y salgo a correr. En la Avenida de las Rendeiras se teje un collage de deportistas de la más variada estampa. Entre abueletes, señoras y lisiados estilamos el jogging y el footing. Es muy popular y está muy extendido, aquí. Otros más descargados, o de otra naturaleza, se atreven a galopar. La gran mayoría de los surfistas ya están en la playa: muchos de ellos ya jugaban a las olas a las seis. Aunque aún son las siete, el deporte resignado de ir a trabajar es el más practicado, y la circulación rodante en las Rendeiras adelanta el marcador de quienes van a la carga respecto a los que queremos descargar. Estoy sudando como un besugo. Respiro como quien sale de un buceo prolongado. Evito las malformaciones del terreno descuidado alertándome que ninguna articulación cede como debiere, ningún músculo resiste lo que aconteciere, que ya no soy lo que fuere ni me parezco a lo que viere. Mientras estiro, el momento genuino para la descarga, me voy sintiendo mejor. La respiración respira y parece que se van colocando las cosas en su sitio. Se nota que lo mío es descargar.

Guiado por el placer me desplazo hasta un muelle flotante en el que los pescadores descargan las recompensas de su trabajo. Desde su extremo más alejado de la costa, y más mar adentro en la Lagoa, prosigo con mis estiramientos y flotan los pensamientos. Le llamo el altar descargante, y empiezo a darme cuenta de que he sufrido para llegar aquí, más o menos como un besugo escapando de la pesca, para seguir entendiéndonos, pero percibo también que haciendo un buen trabajo de descarga consigo sentirme satisfecho, por un lado y, además, siento que mi cuerpo recompensa más el trabajo-sufrimiento-divertimento que no la inactividad-indolora-campante (aunque desde este último estado uno nunca habría dicho que se podía estar mejor: es la ilusión del presente que, como los magos, muestra sólo lo que se ve). En el auge del chiste entre la carga y la descarga, me río de la holgazana felicidad del sentirse bien y percibo las ventajas de firmar la hipoteca del bienestar futuro –a costa, claro está, del bienestar más inmediato y el cumplimiento con unos plazos bien seguiditos y bien pagaditos. Tras mi lúcido e imperfecto compromiso vuelvo a casa aumentando el ritmo progresivamente.

Llego con mucha hambre de desayunar y alimentar a todo mi mundo celular en apertura. Qué merecido! Procedo a cargar el estómago y compañía y aplazo para más adelante, quizás mañana, la pertinente descarga muscular. Preparo el zumo de frutas ácidas. También el desayuno. Me recompenso también con una ducha. Actualizo el hotmail. También me extiendo. Salgo a hacer la compra. El buen humor del bienestar me lleva a comprar más, más lento y más caro, pero me preparo el almuerzo con el sentimiento de haber hecho una inversión capaz de compensar y recompensar los pagos de mi nueva hipoteca. Qué buena quedó la comida. Qué bueno comer, y cargar. Quizás 15’ de siesta. Tres horas más tarde nos levantamos yo y el cabreo. Son casi las seis y oscurece. Como cada día, llueve. Dormir así me carga, pese a la descarga.

Lo bueno de enfadarse son los propósitos que uno toma: me apuntaré a jiu-jitsu, “allí donde fueres haz lo que vieres”. Las clases son a las 19:30, de modo que será una buena descarga al final del día. Aquí practican, y mucho, el jiu-jitsu brazilian, una modalidad que prácticamente se ejercita siempre desde el suelo, y el trabajo y la técnica consisten en saber escapar de las cargas que realiza el oponente, que te generan una situación de desventaja, y saber componérselas durante las cargas que uno aplica y que te suponen una ventaja. Pese a la importancia omnipresente de la fuerza, éste jiu-jitsu, modelado por el endeble y enfermizo Helios Gracey, se caracteriza por priorizar, frrente a otras herramientas, el recurso de la técnica y el movimiento natural del cuerpo en el combate.

El gimnasio está bien cerca, y es bien pequeño. En él asisten diariamente tanto gente en baja forma, de formas bien sueltas y libres, como los clásicos hombretones y hombretonas en buena forma, de formas tan contorneadas y apretadas como ausentes de libertad. Pese a sus apabullantes formas, desprenden camaradería y humildad, sólo truncadas en el momento que se amenaza su coqueta superioridad. Otros, nunca fueron humildes y parece que vayan continuamente a la pesca de no sé qué y no sé quién. En mi apurado y no menos coqueto movimiento de besugo, bajo mi prisma sus cuerpos me parecen formalezas, y pienso que no habrían apurado su uso de haber achicado más su pesquero y menos al personal.

Ya en el tatami el comportamiento es bien parecido. Las artes marciales requieren de una formalidad bien temperada con altas dosis crecientes de humildad y medida. La gran mayoría de los alumnos son bien adolescentes, de modo que cuando retan al besugo treintañero y se les escurre, sus aspiraciones competitivas en el combate se tornan en rabieta con altas cargas de orgullo y la enfrentan a mi templanza cargada de ignorancia. Pese a que al final de la jornada el joven se templó y el adulto enrabietó, el intercambio de conocimientos no es tan fructífero como uno ingenuamente imagina cuando se inscribe a una actividad completamente nueva para él. Mi profesor, Marvio, sin duda tiene buen temple, conocimiento y técnica, pero el sistema docente que aplica adolece de sistema válido y de docencia locuaz para besugos. Pese a sudar lo impropio y llegar a casa con sensaciones bien agradables de descarga, no he conseguido interiorizar ninguna llave, ejecutar ninguna carga que difiera del placaje ni evolucionar o mejorar mis técnicas.

Todas las tardes llueve, y oscurece como siempre a las seis. Lucho contra mi holgazanería feliz para combatir tres tardes por semana no sólo contra unas crianças que no toleran que otras crianças se puedan reír, sino también contra todo lo que cargo de más y me carga, deseando que en la propia descarga se restaure de nuevo un equilibrio que, por lo sufrido del combate que le alcanza, sepa yo recompensarle y él, a mí, compensar. Quizás, por actualizarse en el tatami entero un modo de vivir, me cuesta tanto ponerme el kimono y, al quitármelo, me siento tan feliz.

Quedan lejos de este universo deportivo tan terrestre, que aún no se sabe levantar –es culpa tuya, Marvio!...seré besugo…-, otros deportes aquí felizmente practicados, como son la capoeira, el parapente, el ala delta o el kite-surf. Sólo hemos tenido tres días de sol en la isla, y practiqué sand-surf en las dunas de playa Joaquina y jugué a las olas con un body board, pero insisto, en este universo deportivo tan terrestre, que aún no se sabe levantar, voy a prestar buena atención a las enseñanzas y, quién sabe si después de este viaje, empezar a levantarme, y volar.