jueves, 4 de diciembre de 2008

Organicum rustici

El día siguiente era dichous y era el día de acción de gracias, el thanks giving. ‘Qué desenvolvimiento tan orgánico’, pensé. Nos fuimos a desayunar un turkey focaccia (bocadillo caliente de carne con todo lo demás), un zuccini (suco de naranja natural) y un latte (café con leche) bien caliente al ‘Caffe Greco’ y nos sentamos en la terracita, estrecha, muy cuca: las sillas de hierro forjado descansaban en la pared y las mesitas a juego, coronadas por un vidrio circular para entonar, muy rústicas, dejaban el espacio libre en la acera para que dos paseantes pudieran cruzarse en ese tramo del ‘Little Italy’ (barrio italiano). Hacía un día muy soleado, qué bien, ya que tienen muchos días foggy (nebulosos) por aquí. El desayuno fue de lo más energético. Nos fuimos a pasear por ‘North Beach’: es un barrio bien pacífico que se erige a lo largo y ancho de una de las famosas colinas corvas que se levantan de la ondulante ciudad y la contornean con bella forma desigual. San Francisco es increíble en este aspecto: nada es igual. Ya en su cumbre más elevada hay un parque en honor a Cristóbal Colón y una torre que es, a su vez, un mirador. Supongo que debido al talante precursor del descubridor del continente, el lugar se llama Pioneer Park (Parque de los Pioneros) y, sólo quizás, por todo lo que comunica su panorámica, este montículo recibe el nombre de Telegraph Hill (Colina del Telégrafo). No me preguntéis el porqué del nombre de la torre, la 'Coit Tower', que me quedo interrupt.

Uno tiene visión tanto del Golden Gate, en un extremo de la panorámica visión, como del Bay Bridge, en el otro y, entre ambos, se divisan Oakland, Berkeley y la mítica y espeluznante Isla de Alcatraz. Bajamos por otro de los senderos del parque y seguimos contemplando la ordenada peculiaridad victoriana de esas cuestas pinceladas de originalidad, paz y buen gusto. Qué luz tan clara. ¿Será por Santa Clara, fundadora de la segunda orden de San Francisco? ¿Cuál fue la primera orden, interrumpir algo? Qué elevación tan visionaria. Llegamos a la universidad en la que Claus aprende, sino éstas, otras cosas y cruzamos hacia el Fisherman’s Wharf. Allí visité por primera vez el Pier 39 y me maravillé con los lobos marinos y con todo el movimiento civilizado que allí se da. Claus se ensimisma con la mímica yoggi de estos animales y hablamos sobre sus pinturas y dibujos, sobre el periplo de las ballenas y sobre la idiosincrasia de lobos y leones marinos.
















Nos pasamos por el supermercado, el ‘SafeWay’: santo cielo, la civilización. Hay de todo y de todos los tamaños y para todo tipo de consumidor y todo tipo de dietas. Hay tipos de dietas que no sabía que existían. La presentación de cada producto está cuidada al mínimo detalle. No es sólo ya el dónde y el cómo se colocan los productos, es que el propio surtido de productos, su colorido, su diversidad, es un espectáculo de impresiones. Bandejas de ensaladas preparadas con presentación de restaurante frente al mar, embalajes de fruta desmenuzada y organizada dibujando formas sinuosas de colores y apetencias. Creo que en marketing le llaman segmentación a la obra de esta multisala del selfservice de la que no se libra ni el apuntador: hacen una macro y una micro segmentación para captar la atención de todos los espectadores. Sólo Claus iba a comprar, pero me tuvo que llamar dos veces mientras yo estiraba mis dedos para alcanzar un carrete de multifrutas multiformes multicolor como encantado, sólo para tocar y sentir humanamente que aquello no era un sueño de Alicia en el país de las maravillas. Dicen del marketing, ya que estábamos en el supermarket, que es una relación entre necesidades-soluciones-personas: aquí debe haber muchas personas distintas, o no dejan ni una sin consumir. Como buen espectador también pasé por caja y, finalmente caí. Bueno, voy a disimularlo no sea que los gurús del mercado ya me tengan segmentado: digamos que caí en la cuenta y me agaché a comprar una de esas soluciones: paquete de Select Ale Eye of the Hawk, cerveza de ocho grados y es que, como dije, echaba de menos el sabor en la cerveza; qué flaca debilidad de mi persona, por la cuenta que me trae, que es lo que cuenta, del cuento que les cuento. También tienen servicio de comida rápida y tienen quien te ayuda a colocar debidamente los productos en la bolsa. Echaba de menos la civilización, aun y así, a menudo me choca hasta un poco el punto excesivo.

Comimos un poco de chilly -a Claus le seguía gustando el picante-, y hacía bueno, muy bueno, así que nos organizamos para alquilar unas bicicletas. Bajamos hacia Bay Beach por Larkin y cruzamos el Museo Marítimo y su olor a mar. Pedaleamos por una cuesta hasta un pequeño parque -donde me invadió una inaudita sensación de belleza y paz, con ese verde y ese sol y esas gentes retozando, leyendo, paseando-, y seguimos por el puerto deportivo y a lo largo de la Marina, un paseo longo y salpicado de casas de lujo y de barcos y de buenas formas y, claro, por el mar de la bahía. Zonas verdes repletas de actividad por cuyos senderos, como si fueran arterias, fluía la salud de todas las edades. Enfilando hacia el Golden Gate hablábamos de historias increíbles de nuestras vidas, como la que me contó acerca de cómo se enamoraron y declararon su prima Clara -a quien conocimos la peña y yo, aún de soltera, en Salzburgo-, y su actual esposo. Claus siempre resalta el aspecto divertido y extravagante de los acontecimientos y la verdad es que, en su vida, me revierte cómo siempre ocurren las cosas filtradas por esa suerte de humor. También hablamos del suicidio y de algunos casos cercanos. El Golden Gate se está haciendo más popular, si cabe, por este motivo, ya que alguna gente que quiere poner fin a su vida elige este punto para hacerlo, quizás por encontrarlo más romántico, o más místico, o más simbólico, o quién sabe. Se están planteando añadir unas redes de protección y está vivo el debate entre el bien estético y, cómo llamarlo, el bien común.













Pedalear a lo largo de sus dos quilómetros fue una sensación como de ‘joder, estoy aquí’: un ver y no creer forcejeando con imágenes de películas, fotografías y series de televisión proyectándose en mi mente al tiempo que, dejando de pedalear como para ausentarme mejor en el momento, veía a Claus empequeñeciéndose, cada vez más lejos sostenido por esta vasta estructura colgante de hierro colorado. Seguimos hablando de chicas y llegamos al otro extremo, donde la Conzelman Road, tras una persistente subida, te eleva hasta otro mirador, encarado al oeste, en un paraje de una paz peculiar. Me gustan las subidas, tienen ese punto de reto y te suponen una lucha constante, pero me mata cuando un viejales, sin mueca ni sudor, te adelanta, te dice buenos días y sigue perfilando su camino como ángel a capricho del viento. Me sentí como ángel patudo en esa estampa. A Claus también le debería patear algo el abuelo liviano, porque apretó a patear en los pedales y le siguió bien de cerca hasta el final del trayecto. Allí llegué tardío y un túnel nos trasladó a un nuevo entorno sin vehículos: árboles, el mar de frente, un banco para sentirse y un sol clamando paso hacia el ocaso mientras se desangraba en ruta y se difuminaba el aire a su alrededor. Quizás Claus no percibiera tanto drama en esa estampa. Yo, cuando dejaron de sudarme los ojos, la veía así.

A un lado sur te queda la ciudad de San Francisco, con Sunset, Richmond y Ocean Beach en un plano más cercano que propiamente la bahía, que te queda hacia atrás y, al otro lado, proliferan hacia el norte las colinas y los valles y los bosques del lugar. Claus me comenta que haremos una excursión por esas latitudes. Yo no me fumo ni el cigarrito del guerrero: el esfuerzo ha sido notable y, ya languidece, el sol frente a nosotros dejando ondeantes estelas coloradas a su paso y cediendo un espacio, como un cuadro dibujado en el hemisferio trasnochado de mi visión, a un todavía clareado cielo de prístinas estrellas. Tras el reto y la lucha constante y esta cumbre de estelas estelares ya me siento más americano y yo, como este cielo, también voy ondeando mi forma a un panorámico ritmo de mirador. Me encantan las bajadas -la sensación del aire en la cara y la velocidad- y un poco las curvas también, ejem, bastante, pero de un tiempo a esta parte me mata la punzada, cuando es demasiado intensa, de la alerta de peligro inmediato y, cuando noto que escapó el punto de diversión dinámica y relajada, aprieto dedo en la maneta y vuelvo a disfrutar.

Devolvimos las bicicletas y nos entregamos a una jarra helada de cerveza en el ‘Buena Vista’. Es el primer bar que sirvió café irlandés en los USA tras mucho practicar. Tras una ducha y un bull shot volvemos al ‘Buena Vista’ -esta vez repleto de americanos celebrando su thanks giving-, para cenar un típiquen pavo relleno con sus diez acompañamientos, acompañándolos a su vez, por qué no, con margarita y café irlandés. Cada cuasi americano se adapta a su ritmo y a su manera, ¿no? Ya en casa escuchamos algunos clásicos de corte brasileño -como Xico Buarque o Toquinho-, y practicamos la audición del portugués, pero también se dejó sonar algún tema superferolítico -como el de ‘Cucurrucucú paloma’, qué crack-, y otros hits de melodía cursi y lírica sentimentaloide con los que a Claus le gusta evadirse y experimentar. Qué risa, qué despliegue vital. La verdad que tras las risas terrenales sobrevolé con la emoción y me evadí angélico hacia una elevada panorámica claustral, sabia y privilegiada como las alturas celestes y malomáctica como un efluvio místico que no se deja apalabrar.

Viernes Claus madrugó mucho para trabajar a fondo en la ‘sex addiction’ desde un punto de vista práctico. No, no, me refiero a que asistió a un encuentro parecido a los que celebran el grupo de alcohólicos anónimos pero en clave ‘adicción al sexo’. El meeting correspondía a los 'Sex and Love Addicts Anonymous' y debe elaborar un informe con las conclusiones de su investigación. Cuando vuelve a casa estoy desayunando granola y nos ponemos a platicar sobre si las relaciones amorosas son mejores cuando empiezan siendo amistad o cuando lo hacen siendo enamoramiento. Nos lleva toda la fecunda mañana discernir la orgánica particularidad de la rústica casualidad y salimos a comer, finalmente al 'Burger Meister': la mejor hamburguesa del mundo. Por lo menos, para mí lo fue, sin duda. Yo llegué a los Estados Unidos pensando que tenían una dieta muy descompensada y que vivían un poco flipados por las hamburguesas. Esa mañana me comí el orgullo, mis palabras y la mejor hamburguesa que jamás probé: grande, tierna, jugosa, ¡por Santa Clara!, tengo hambre, no voy a seguir por allí. La acompañamos con un batido de malta con doble vainilla; bueno, en mi caso, doble batido también. Creo que, bajo mi nueva perspectiva, yo, en los USA, sería un gordo más.


No hace un día estupendo así que nos vamos de compras: no tengo nada para el viaje del viaje. Claus se había comprado unas zapatillas tipo trekking de la casa ‘The North Face’, fueron lo primero que vi en su maletero, junto con un kimono, cuando fui a colocar allí mi maleta de mano. Él estaba muy contento con ellas y eran exactamente lo que yo andaba buscando. Nos acercamos al centro, a Union Square: es el día que encienden las luces del típiquen árbol de Navidad -qué casualidad, qué orgánico desenvolvimiento-, y justamente hoy empiezan las rebajas, uish, qué demasiao. Y llegamos a la tienda de ‘The North Face’ -que es una marca nacida en San Francisco, bien típiquen-, y leo su lema en la puerta y en todos los productos del escaparate: ‘Never Stop Exploring’. ‘Qué orgánico todo desde que me levanté por la mañana’, pienso. ‘Exploring? Bbrrrr, desde que llegué’, rectifico en una descarga eléctrica. Y entro al establecimiento para salir en una hora con zapatillas de la oshtia, calcetines específicos, polar ‘de luxus’, camisetas anti algo, mochila para el día a día viajero y chaqueta triclima especial Patagonia. Claus salió cayendo en su cuenta con unas botas multicolor, especiales para la nieve, que pasaron a llamarse las botas del feeling y con las que dijo iba a salir por las noches.

A escasos centenares de metros encontramos una casa de fotografía, ‘Discount Camera’, donde tienen la caja estanca especial para el modelo de cámara que compré en Barcelona. ‘Organiquísimo’, siento, ya podremos bucear con ella. Liquidamos el tema en diez minutos y ya estábamos acercándonos al ‘Westfield Shopping Mall’ a por unas zapatillas de baloncesto para Bárbara. Salgo de allí, ejem, ahora sí, dos horas más tarde, pero con las zapatillas más completas, sofisticadas y cuconamente femeninas que pudiera haber concebido jamás. También con suéter, camisetas y calcetines de deporte. Cuando salgo a la galería –la que conecta los establecimientos comerciales-, me encuentro a Claus siendo embadurnado, por una hermosa joven, con un producto de belleza llamado ‘The Secret of the Himalayan’. También allí uno era agasajado con una pequeña dosis de licor saludable, mientras te rejuvenecían la piel, como muestra gratuita de su orientación al servicio. Claus, servicial al uso, se había tomado 13 y estaba manteniendo una conversación bien enfrascada con Dana, partenaire en el juego de la vida eterna, buscando ya la complicidad. Salimos de allí con un frasco de los misterios resueltos de Shangri-La cada uno y un número de teléfono en su bolsillo.

Para celebrar tanta fluidez fuimos a refrescar el organismo al ‘“Lefty” O’Doul’s’, un restaurante y cocktail lounge que estaba abarrotado por la gente que había venido a ver encenderse las típiquen luces del típiquen árbol en su típiquen día. También había las típiquen mujeres que venían del típiquen primer día de rebajas, aunque no habían comprado mucho, ‘qué poco típiquen’, pensé. Argumentaban contenidas que había crisis y estaban excitadas con mis compras. La gente era muy simpática allí en el bar y la atención al cliente había sido exquisita a lo largo del día. Desempaquetamos en casa, ducha, bull shot y vamos a cenar ravioli en el 'Piazza Pellegrini', donde la conversación y unos camareros napolitanos de lo más típiquen acabaron de ponerle el salero a un día de lo más orgánico.

El sábado nos levantamos a las 5:00 para ver empezar el partido Nueva Zelanda vs Inglaterra en el ‘Pub Kezar’, al lado del Golden Gate Park. Tomamos unos irish breakfast completos con cerveza sin gas y vimos perder a Inglaterra 32-6 aunque, como siempre en rugby, vibramos igualmente. Debe ocurrir en pocos deportes que los aficionados de ambos equipos vibren con el juego a partes iguales, independientemente del resultado: creo que en el rugby eso se da. De allí nos fuimos hacia Mill Valley, el boscoso valle que arropan las colinas que Claus me había señalado en la segunda elevación. Fuimos con la saludable idea de caminar los 11 quilómetros de un sendero, llamado 'Dipsea', a lo largo de su sinuoso recorrido hacia el mar y recorrer, como no podía ser de otro modo, los 11 quilómetros de vuelta. Sólo empezar nos encontramos con cintas rosas que colgaban de los árboles a cada centenar de metros. Muy chic. Al cabo de un trecho un pequeño grupo vociferaba animando a un corredor. Claus y yo nos extrañamos. Al cabo de una hora ya nos habíamos cruzado con varios corredores. Estábamos perplejos. Ya en el punto de avituallamiento la evidencia desplaza nuestra circunspección: se trata de la 'Quadruple Dipsea Trail Run', una carrera anual vertebrada con ese sendero como pista y para ser recorrido cuatro veces: dos para llegar al mar y otros dos para volver al valle. Es un recorrido de 44 quilómetros a través de subidas y bajadas. Algunos desniveles están embarrados, otros escalonados con rocas alineadas o con tablones. A lo largo del atento esfuerzo los corredores van cruzando bosques de secuoyas y claros de reconfortante panorámica por una superficie donde, tanto los surcos provocados por el agua como las ineludibles piedras en el camino, complican bastante el maratoniano sufrimiento y el apoyo firme del pie.











Por si fuera poca nuestra estupefacción ante tamaño reto vinimos comprobando, durante nuestro tramo hacia 'Stinson Beach', que la media de edad de los participantes no bajaba ni por asombro de los 40 años. Una inverosímil proporción de los corredores estaba en sus sesentas. Había una mujer en sus setentas que la estaba corriendo por octava ocasión para conseguir la camiseta conmemorativa que reconoce la participación en diez ediciones de la 'Quadruple Dipsea Trail Run'. Supimos que existen también la versión sencilla, la doble y la triple y que se consiguió el récord ese día por las mismas piernas galácticas y don visionario que vencieron el año anterior. El proceso de inscripción está bien regulado y el evento tiene mucha aceptación. Qué pequeños somos.


Cuando llegamos a la playa de Stinson, hablando sobre mis experiencias en Nicaragua, hicimos unos pases de fútbol americano antes de zambullirnos en las gélidas aguas del Pacífico, con mucha corriente y no menos tiburones en ese lugar. Ejem, de alguna manera había que ir cuidando la autoestima, la atención y el sufrimiento, supongo. Hacía un sol espléndido y comimos pasta y buffalo wings en una terraza que también nos sentó un océano de bien. El camino de vuelta fue bien relajado, ya no nos cruzamos ninguno de los 250 -(¿o eran 500?)-, competidores, sólo paseantes de conversaciones esporádicas. La nuestra fue bien fluyente cuando pudimos conversar, de un modo cuasi terapéutico, de cómo tuvo lugar el enamoramiento con Bárbara, al tiempo que un sol agonizante y una luna de delgada sonrisa astral contemplaban, a la par, el colorido espectáculo del cambio de guardia celestial. Ya bien de noche -y finalizando nuestra psicológica media maratón-, llegamos hasta el área de aparcamiento con otros paseantes, uno de los cuales se había mudado a San Francisco desde su casa en Brixton, Londres, emplazada a escasos centenares de metros de la casa de Claus allí. Cierre orgánico, le llamo yo.


Hacía días que Claus pensaba en hinchar las ruedas del coche. Lo hicimos de vuelta a la ciudad donde, tras la clásica ducha y cláusico bull shot, el amigo se calza sus botas del feeling y acudimos al Sushi ‘On North Beach’: el mejor sushi del mundo o, por lo menos, para Claus y para mí así es. Tras tanto de reminiscencia orgánica despertando desde el paladar nos acercamos al triángulo de la fiesta, en Lombard. Aunque antes tenemos una cita, en el Long Bar, en Filmore. Mientras esperamos a las tres chicas Claus, a propósito de la prohibición de fumar en establecimientos cerrados, me comenta que una de las cosas que lamenta de no fumar –lo hace sólo en alguna ocasión especial-, es que se da que la gente que fuma mantiene animadas conversaciones castigados allí afuera y, cuando vuelven, el no fumador tiene la sensación que se ha perdido un momento social bien relevante. Llegan las bellezas y pedimos otra ronda de Dirty Martini. Clarifico que, de las tres, las más orgánicas son C. y C., claro. La más malomáctica M. se mantiene más al margen.

Abandono al grupo cuando siento que es una ocasión especial y salgo a fumar un cigarrito. Les dejo hablando sobre el vicio en su vertiente de adicción al sexo y, cuando llego y me siento de nuevo, escucho de una de las chicas decir algo así como “The main thing in love is…” Me viene a la mente la reflexión previa de Claus acerca de la sociabilidad relevante y me río pensando en cómo me gusta compensarle, con una conversación que demostró estar de vicio, por tantos momentos de viciada exclusión. Seguimos hablando de surf, de temazcales, de los viajes… y nos despedimos. Subimos al triángulo y atacamos un vértice. Allí tomamos la penúltima hablando de psicología: de la seguridad, del ser positivo, de la relevancia que tiene hacer las cosas porque uno cree en ellas. Y a dormir.
No me levanto tan súper enérgico el domingo, así que me pongo a ordenar cosas tras el desayuno. Y me afeito. Claus ha salido: fue a la biblioteca. Decido salir yo también: voy al balcón.

Salgo por la ventana, de esas que se suben y bajan. A la luz del día siempre se deja unos dedos abierta y en la parte baja se coloca un filtro. Allí afuera me pongo las gafas del feeling: la vida se filtra anaranjada y, también, como si fuera un filme clásico, esos de cromatismo diluido, esos que uno no ve sólo para verlos. Las gafas del feeling han celebrado tantos aniversarios como la relación que me une a Claus, este regalo del cielo que aterrizó de su vuelo de exhibición en mis dominios para conmemorar mis bodas de plata con la vida. Resplandece un sol espléndido. Enciendo un cigarrillo. Uau. Hay decenas de veleros navegando por la bahía. 1, 2, 3… cuento más de cincuenta. Dos zeppelín la sobrevuelan, avionetas la cruzan y ciclistas y corredores la circundan. Imagino que habrá quien la esté nadando, qué orgánico espectáculo.
Vuelvo a la mesa rústica y escribo un poco y me comunico por skype. No noto apenas filtro al enclaustrarme. Y me pregunto qué es lo que tendrá esta mesa rústica de la que prolifera tanta vida alrededor. Creo que lo rústico tiene la virtud esencial de no desentonar con el entorno natural del que emerge, incluso lo reproduce funcionalmente, prácticamente lo embellece. Lo mismo ocurre con el desenvolvimiento, con el despliegue de nuestras funciones y aspiraciones cuando son orgánicas: que no desentonan con el entorno natural del que proceden. Por eso siento que en esta ventana medio abierta que comunica lo rústico aquí adentro con lo orgánico allí afuera está fluyendo todo lo orgánico que tiene lo rústico. Del paso de lo inerte a lo vivo y viceversa, en el gesto de salir al balcón y de volver a entrar se ajustan, como dos mitades de una ventana, las dos caras que no se tocan de una misma moneda.

Llega Claus bien enérgico. Nos vamos a hacer unos pases y a bañarnos en la Bahía. Nadar en la Bahía? Vaya, lo que me faltaba, en mi visión. Es socio del ‘Dolphin Club’ y, por ese motivo, podemos nadar por un espacio acotado de la Bahía. El agua está entre 9 y 10 grados. Ji, ji, ji… Dice que luego me compensa con una sauna. Está bien, parece una locura compensada. Nadamos media milla. Ejem, él nadó, yo me desplazaba a flote mientras se hundía mi hombría, se congelaba mi humanidad y se me entelaban las gafas. Fue una consideración al honor la que me remolcó hasta la última boya y un aleteo de emergencia el que me devolvió de nuevo a la orilla. No percibía ni los órganos de supervivencia ni sus señales. Mi patoso body estaba en stand by. O, más impropiamente, en stand off. Como si se te levantaras de la cama por la mañana, quisieras ir rápido al baño y tuvieras las piernas dormidas. Ostión incrédulo y ridículo seguro, ¿no?

Las sensaciones en el cuerpo habían tenido tiempo de normalizarse y claudicar varias veces durante todo el recorrido. De vuelta al bipedalismo algo pasa con la fluidez y el oxígeno en la sangre y el equilibrio y el mareo y la sensibilidad de tus pies y el porte de tu esqueleto y el calor de tus músculos y las transmisiones neuronales y… no sé qué es lo que pasa pero, literalmente, uno se desmonta –y no de la risa no, literalmente se desmonta-, al tiempo que comprueba que no puede ni sabe caminar y que debe reaprender a subir escaleras mandando órdenes al cerebro para que éste ordene al resto del cuerpo: ‘Tú, pie, quieto ahí, aguanta. Ahora tú, el otro, sube aquí, eso es, firme. Y ahora Francesc, relájate, concéntrate y fuerte sube ‘parriba’ 1, 2 y… Vamos, vamos, vamos… eso es…’ Bueno, poco a poco. Claus se desternillaba de risa. Yo sólo podía implicarme en esa función en el 5% de mi cuerpo que liberé de sus funciones de emergencia. Diez minutos más tarde estaba tiritando en la sauna sin poder articular palabra ni pensamiento. Creo que tiritaba todo menos mi encefalograma. Dejé que fluyeran en sus conversaciones Claus, el panadero-filósofo-especialista-en-Heidegger, el abuelo-trotamundos-plurilingüe y el resto de yayos que nadaban una milla diariamente en esa misma acotación. Yo, restallando y en silencio, flipaba a partes iguales con el volumen incontable de movimientos involuntarios de mi cuerpo recién bautizado y la naturaleza jovial que adquiere la senectud en SF. Y pensaba en el ciclista senil y angelical, en la superabuela de las ocho maratones embarradas, en los yayos que madrugan para fluir en 9 grados… y seguía tiritando y sudando a cien grados centígrados de no sé cuánta humedad relativa.

Ya en ‘Guirardelli’, tomándome un chocolate muy caliente con las típiquen golosinas que añaden a flote, yo empezaba a reflotar de mi hundimiento bautismal. El chocolate de Claus, mucho más rústico, era una opción mejor que la mía, de un típiquen demasiado dulce y sofisticado. Esa tarde la dedicamos a trabajar: él redactando su informe completo sobre la adicción al sexo y yo escribiendo correos y preparando el inminente viaje a Buenos Aires. Para cenar, sopita caliente.

Los tres primeros días de la semana Claus asiste a clases en la universidad. Está entusiasmado con su ‘vuelta al cole’, aunque esta vez orientándose más hacia la psicología clínica profesional y no tanto hacia la filosofía y el español, como hizo por su primer paso por la universidad cuando vivía en Inglaterra. Así que esos días trabajamos bastante. Yo estuve leyéndome el borrador de su segundo libro y la edición inglesa de ‘The Catcher in the Rye’. También traduje un poco y me puse en contacto con un profesor de una universidad de la ciudad, ya que mantenía amistad con uno de mis mentores en mi más inmediata formación en la gestión deportiva. Salí a correr hasta Baker Beach un día, y también por Mission, donde me perdí: suerte que llegué a Baker St. y me puse a investigar. También corrí por “The Presidio” y revisité a los leones marinos, al 'Burger Meister' y al ‘SafeWay’: está bien, esta vez fue un sándwich multirracial –jo, es que era multi-, tabaco de liar típiquen –es que era de un azul celeste súper mono y tenía un indio dibujado y ponía blend in USA y describía las plantaciones y los procesos de selección y… y mi necesidad era casi tan buena como la solución-, y fueron también muchos ‘oooh’ con las manos juntas por detrás de la espalda y sujetadas por una muñeca, a veces muy fuertemente. Ése día llegaba de una visita sólo cultural a Alcatraz. ¡Achííísss! Lo siento. Por dónde iba, pues eso, que me llamaron mis padres esa mañana cuando desembarcaba hacia Alcatraz: me hablaron de la iaia, que no estaba muy bien. Me fueron explicando un poco y, sin poderlo controlar, cuando colgué, quizás un poco antes, rompí a llorar. Ciertamente, Alcatraz es un lugar desangelado. Su visita, ineludible.












Por las noches salimos a cenar algo de picante a un tailandés, al 'Burma Superstar' y al 'Dosa', en el bohemio barrio de Mission. Éste último tenía la peculiaridad que, para acceder al goce de sus comidas orgánicas, uno debía previamente llamar para reservar, aunque la reserva era de una dinámica forma de exceso de civilización: llamabas e informabas que habías salido de casa, después llamabas y avisabas que habías llegado, después te llamaban para informarte que te llamarán y, por último, te llamaban para confirmarte que ya podías entrar. Impresionante, como su pescado con lemon bismati rice.

También salimos con las botas del feeling a por Dirty Martinis en el 'Casanova', también en Mission, un antro embarulladísimo circundado por óleos de voluptuosas damas sin paños menores. Dimos un rodeo, y otro para volver a casa tras descender por la serpenteante cuesta del inicio de la calle Filmore, ese enrevesado trecho en el que hemos visto huir a tipos como Steve McQueen y a tantos otros polis o gente mala siguiendo al bueno de la película. En otra ocasión, fuimos a por gin tonics al 'Black Magic Voodoo Bar', un pequeño local freak en el que el mismo camarero –y dueño, supongo-, quiso darle el resalte a nuestra conversación fumándose un cigarrillo dentro del local, al que acompañé con respetuoso talante social. También estuvimos en el impagable 'Enrico’s', en Broadway con Kearny, un local en el que sonaban en vivo piano y contrabajo y que es, y traduzco -de la caligrafía en tiza de la pizarra que enmarca a todos los licores del mundo-, por insuperable, ‘el bar preferido de artistas, escritores, antiguos beatniks y bohemios, bibliófilos, actores, músicos, gourmands, ex secretas, Ángeles del Infierno, aventureros, arbitristas, poetas, profetas, proxenetas, caballeros de bulevar, críticos, cínicos, coyotes, polis & cacos, borrachines, enófilos, revolucionarios y amigos de la caligrafía del mundo entero’. Allí conversamos sobre su segundo libro y fuimos a repetir la experiencia del mejor sushi del mundo añadiéndole, esta vez, unas peregrinas y bien halladas vieiras a nuestra elección.








Hoy dichous hemos ido al valle de Napa tras unos tacos al sol en Embarcadero, en la taquería ‘Pancho Villa’. Cruzamos el Bay Bridge con rumbo a los hermosos falling colors del valle donde se retiran los afortunados –los colors del otoño y no los falling colors que me hicieron caer en el supermercado-, para hacer una selecta catadura de máximo rigor ya que, esta vez, el somelier de origen suizo, sazonado catalán y exquisito inglés hablado nos ha explicado, él mismo, las propiedades organolépticas de cada uno de los seis vinos en cuestión, a menudo con la uva Malbec de fondo como un cuadro impresionista. Bien orgánica la visita, sin duda, y muy rústico el predio y muy buen gusto en ambos casos, aunque sigo sin comprender el alcance malomáctico de los aires vinícolas ni consigo imaginarme un verde prado en el paladar. Sin embargo, este gentleman, con quien hemos pasado un rato deliciosamente agradable, sutilmente delicioso y agradable al buqué del buque insignia de la casa, resultó ser bien familiar con sus conocimientos y, también, resultó conocer el restaurante suizo al que íbamos a cenar esta noche, el 'Matterhorn' y nos aconsejó, para el camino de vuelta, catar las ostras en el ‘Go Fish’ que, con picante, pese a la horrorizada estupefacción del camarero, también tenían un paladar de lo más exquisito. Muy rústicas las baldosas. Mi vino, en este caso, resultó ser demasiado floral, para mi gusto. La puesta de sol filtrada en naranja, una delicia. Y qué orgánico, al fin y al cabo, tirar del cabo de un final que, del principio al fin, nunca acaba.