jueves, 27 de noviembre de 2008

Qué clase, en clave San Francisco, claro

He seguido con mis clases de jiu-jitsu, mis tareas en el hogar y mis mapas. En cuanto a esto último, me he sorprendido claramente al poner en claro que en algunas regiones clave que vamos a visitar aún perviven despojos de la cultura indígena, la clase de cultura que se desarrolló propiamente en el lugar. Algunos de sus rasgos quedan fijados todavía en los nombres de lagos o poblados, e incluso quedan algunas ruinas muy bien conservadas y aún viven y conviven gentes de sangre guerrera y ascendencia india conocidos comúnmente como nativos. Siempre se inmiscuye cierta nostalgia cuando uno lee textos o estudios sobre ese momento histórico en el que se encontraron dos civilizaciones de desenvolvimientos tan dispares. A mí me gusta aprovechar lo poco que conservamos de esos conocimientos excluidos para imaginarme cómo eran las otras maneras de interpretar el mundo y de relacionarse con él. Y me sorprendo. Los españoles fuimos claros invasores de esas culturas y parece ser que nuestro espíritu de clase se encargó de clarear los bosques de cualquier otro espíritu. En espera de tener yo mejor clarividencia, se escribe que el clarinazo de nuestra llegada al Nuevo Mundo devino en una claudicante clarinada. Fuimos y somos responsables de despojos de esos pueblos a uno y otro lado del océano, y lamento clamorosamente que hable por nosotros el claroscuro de las ruinas arqueológicas. Y me sorprendo. Pese al embargo, en nuestra lengua castellana podemos todavía ostentar despojos indígenas, gracias a dios o a los espíritus, y palabras que empiezan por ‘cla’, de la familia de las plantas, tienen su raíz -y nunca mejor dicho-, en el ‘tla’ nahua, que significa cosa. Es fácil imaginar la derivación del ‘tla’ en ‘cla’ cuando uno percibe un sonido oclusivo al principio de la garganta cuando emite el sonido [tla] desde el paladar. Es sorprendente. La primera palabra que registra el diccionario castellano con esta raíz es el ‘claco’, una moneda de cambio, qué agradable sorpresa y casualidad. A continuación nos registra el clacopacle, una planta aristoloquiácea típica del bosque tropical, cuya raíz se hunde en el nahua ‘tlacotl’, que significa vara, una rama limpia de hojas o también un tallo largo que sale del centro de algunas plantas y sostiene flores. Me sorprende también, un clásico de este párrafo, que la raíz griega Kladós, que significa también rama, tenga una cacofonía tan hermanada a la nahua, pese a la distancia en el tiempo y en el espacio que les separa. O no. Y me alegro que aún podamos aprovechar algún despojo, por muy aristoloquiáceo que sea.

También he estado comunicándome con España en este tiempo, tanto por vía mail, vía skype, facebook y teléfono. Me gusta comunicarme con los míos, es una agradable sensación recíproca de estar aquí y allí. A medida que se va acercando el día de mi partida voy ultimando algunos detalles. De los 20 kg de equipaje que Swiss Air me dejó facturar, 8 correspondieron a páginas de periódico que mi abuela había ido recortando y guardando para mí durante los últimos cinco años. Se trata de la última página de La Vanguardia, la cual se destina a una sección llamada “La contra” y consiste en una entrevista que se concede a alguien que ha realizado algo peculiar, relevante, como correr una maratón por el desierto con un problema serio de hígado o viajar por el mundo en silla de ruedas o, desde un punto de vista más claustral e igualmente panorámico, haber publicado un libro o un estudio recientemente. Cada vez que fui a visitar a mi abuela durante estos cinco años me entregó las últimas ‘contras’ y nos poníamos a leerlas y a comentarlas. Lo combinábamos con tantas otras charlas durante mi visita, en la que a menudo saldríamos a pasear o iríamos a comer a “Ca La Iaia” o a visitar chatarrerías o vertederos. Le encantaba aprovechar las cosas, aprovecharlo todo, y se quedó alucinando el día que fue a la planta de reciclaje y le explicaron personalmente cómo se procesaban los residuos y qué se podía aprovechar para hacer después con ellos. No iba a verla durante prácticamente un año, así que decidí llevármela en el corazón y en el equipaje del viaje, claro.

También la llamo, cada semana, aunque a veces está durmiendo y no atiende, o simplemente está muy cansada, o no está de humor, pero a veces tengo suerte y hablamos un buen rato. Es complicada la comunicación pero nos sirve para decirnos que nos queremos y que estoy muy feliz. Sobre todo le gusta oírme decir eso, que estoy muy feliz, y me pregunta por la ‘xicota’, como no dejó de hacer desde que tenía 14 años. Mi último día en Brasil tuve suerte. Pude hablar con ella y decirle que me iba a América. Ella me decía que se estaba muriendo. Tiene 91 años, aunque siempre hacía broma con respecto a su edad porque explicaba que había nacido un 29 de febrero, de modo que siempre fue tan joven como todos nosotros. Estaba viviendo con mis padres estos días, porque se había caído. Dormía en mi cama. A mí me gustaba que durmiera en mi cama. Le dije que no se iba a morir, que estaba un poco pachucha por lo de la caída y que había días que las cosas se veían diferente. Mis padres me explicaban que tenía días de una lucidez que asustaba y otros que apenas abría un ojo y sólo quería dormir. Estuve contento de haber tenido suerte, sentía que si sabía que cada semana la estaba llamando, como cuando la visitaba a su casa, ella no sentiría que las distancias habían mudado tanto. En realidad, esto de las distancias, para estas cosas del corazón, es bien relativo. No podía llevarme las contras en la mochila del viaje del viaje, de modo que encargué a Rita, la casera, que me hiciera una de esas cajas de cartón. Ella se dedica a eso en sus ratos libres, hace cajas de todos los tamaños y colores y, los domingos, pone su puesto en el mercadillo de la Lagoa. Accedió encantada hace tres semanas, pero aún no la ha podido hacer.

He podido hablar con la familia y los amigos, y tanto Bárbara como yo tenemos el itinerario de los dos primeros meses de ruta bastante claro. El último mes, el tercero, será en Brasil, con amigos de Barcelona, de modo que lo iremos concretando con ellos también, aunque los tramos que precisan vuelo ya los he podido solucionar esta semana, un día antes de volar a SF. La maleta ha sido fácil de hacer, ya que vine con 4 kg de ropa a Brasil, de modo que me lo llevo todo. Se lo he dejado preparado a Bárbara para que lo cargue en la mochila grande que compré. Se la dejo para que añada allí su ropa, qué miedo me da, y yo me voy a SF con la maleta de mano con apenas unos libros, el portátil y un par de mudas.

Sale el sol el día que me voy, es un día claro. Reluce. Rita nos acompaña al aeropuerto. Bárbara se queda conmigo. La compañía Gol me dice que no puedo subir al avión con más de cinco quilos. Sólo la maleta y el ordenador ya los pesan, no puedo rebajar más mi equipaje, creo. Le explico que debo hacer enlace en Sao Paulo y dispongo apenas de una hora para hacerlo. Mira a derecha y a izquierda y me dice que la suba pero, que si hay cualquier problema, la deje en un asiento libre o algo así. Se lo agradezco, me despido, me demoro, me voy.

Observo la isla tras el despegue. Me habría gustado sacarle unas fotos, pero me doy cuenta tarde. El vuelo fue perfecto. Ya en Guarulhos me río con los paneles de ‘transferencia’ y sus reminiscencias. Le pido al joven que sella el pasaporte que me estampe también el libro de Charlie. Le sale una sonrisa. Salgo de Brasil. Y llego a Dallas. Toca hacer la cola de inmigración y rellenar el clásico formulario. Lo hago con un punta fina rojo, el que tenía a mano, y la chica que me ayuda a rellenarlo de nuevo con un pertinente bolígrafo negro me muestra interés sobre mi procedencia y mi destino. Le hablo de Charlie y se entusiasma. El policía que estampa los pasaportes me pregunta que dónde voy a vivir. Le digo que en casa de un amigo que ha escrito un libro el cual voy a traducir. Se lo enseño, se lo mira, se interesa por él y ya le empieza a cuadrar todo. Le pido si por favor me lo podría sellar. Accede. Accedo a los USA. El aeropuerto de Dallas es enorme. Despegamos. Aún no son las seis de la mañana y me fijo en las transitadas carreteras desde lo alto. Es impresionante el tráfico que tiene esta ciudad tan pronto por la mañana. Fotografío el amanecer, desde pequeño que presiento la perspectiva desde el aire como de lo más sabia y privilegiada. Qué panorámica. Clarea.



























Llego 15’ antes de lo previsto y me lío un cigarrillo. Cuando llega Claus aún estoy con el cigarrito. Cómo me gustan esos momentos de reencontrarse, me quedo como que el fluir de la emoción viene a desembocar y no tiene como zambullirse en las angostas líneas de la expresividad. Hay mucho más a desbordarse. Claus se extraña-maravilla de mi porte: zapatillas de verde claro, pantalón verde militar aclarado repleto de bolsillos, chaqueta color caqui, menos aclarada, mismos bolsillos sin fin, mismo toque, mismo palo, y cinturón a juego. “Joder Francesc, ¡eres un explorador!” me dice, y nos reímos hasta las orejas. Yo me miro y me quedo clavado, ni me había dado cuenta de los aires con los que había llegado a San Francisco, aunque saqué muchas fotos desde el avión. Charlamos mientras termino el cigarrillo: coches ecológicos, lluvia en Brasil, clases de psicología clínica de nuevo en la universidad… Le cuento que he clarificado el don solar del que presumía yo en anteriores visitas que le hice a lugares tan poco acostumbrados al sol como Inglaterra, Austria o Suiza: no era exactamente tan solar como lo habíamos establecido. En realidad, mi don no es traer el sol conmigo, sino mudar el clima del lugar a donde voy. Es por ese motivo que en Brasil hemos tenido lluvia 77 de los 80 días en los que estuve. Claus me dice que no ha llovido en SF desde que él llegó. Subimos al coche, enfilamos la autopista y el parabrisas se pone a escobar las primeras gotas de lluvia. Muy fluido el reencuentro, diría yo.

Vamos a tomar un brunch a 'El superburrito mejicano'. Le encanta el picante. Nos vemos enfrascados en una buena conversación sobre el Charlie bebiendo una cerveza negra, con el Barça-Sporting de fondo y comiendo unos burritos, sabrosos y sencillos. El Barça marca dos veces. Al salir, letras pintadas decorando la pared se despiden con un “Hasta luego amigo. Come again”. Salgo y veo el cartel de una tienda, se llama Barcelona. Y llueve un poquito, qué familiar resulta todo, qué cercano, qué orgánico diría yo. Vamos para la ferretería y nos hacen copias de las llaves de su casa; cruzamos hacia el Harvest Stores, una tienda de mobiliario que está liquidando stock. Claus había pedido una mesa hacía ya un mes, quizás algo más, y estaba ya un poco mosca porque ninguna de las veces que se hubo pasado por allí pudo irse con la mesa, ya que aún no se la habían podido traer del almacén. Entramos, su mesa está en un primer plano protagonista. Entre los dos, imposible de otro modo, la cargamos al coche y la subimos a casa. Vaya, nuevo huésped y mesa nueva, muy rústica. Qué orgánico de nuevo todo, ¿no?

Todo fluye a pedir de boca, y nos preparamos unos cócteles, un auténtico clásico: el Bull Shot. Sorprendentemente, su ingrediente estrella es el caldo de buey, sin grasa: por lo de orgánico, supongo. Y nos ponemos a charlar, y a lo orgánico de las conversaciones sobre mi década de los veinte, la violencia, las decisiones, las entregas, mi estado actual y la relación con el Charlie como un renacer, se le añadían sonrisas acompasadas, eufóricos “pues queda muy bien aquí la mesa” y clarividentes “le da un toque rústico”, “muy rústico”. Después ducha, deshacer maletas, Dirty Martini, gambas con ketchup y rábanos picantes, nos ponemos al día de su práctica psicológica él y de mi estado psicológico yo y partimos hacia el 'Tommy’s Joint', un antro bien popular en el que se puede comer típiquen, bien y barato. Allí probé la típiquen mustard con rábanos picantes, también el salt beef, las bbq beans y la cerveza belga fuerte. Tras tres meses en Brasil echaba de menos la cerveza fuerte. Es costumbre dar un 20% de propina en este tipo de establecimientos, ya que las propinas constituyen el sueldo íntegro del camarero. Pese a que echaba de menos la civilización, hay aspectos de ella que me siguen pareciendo bien agresivos.

Después de cenar nos dirigimos a un par de locales algo más chic. El primero, el 'Press Club', en el 'Four Seasons', ofrece una degustación de vinos. Aunque cierra a las 21.00, nos da tiempo a degustar la catadura de rigor. Desbrozamos el paladar para un análisis organoléptico, en el que resaltaron el impacto de la nota amílica excesivamente pronunciada de las cepas exóticas, la detección olfatométrica y cromatográfica de los elementos volátiles del pinot o la descripción de los aromas frutales de la maceración de las esencias de la piel de uva y sus infusiones coloreadas y aromáticas. Un espectáculo, casi acertamos el que tenía un bouquet cubierto por un manto cítrico y por una papila que no damos en el más malomáctico de todos, que aún no sé qué significa. Qué risas. De allí nos vamos al 'St. Regis Hotel' a tomar unos cócteles junto con dos de las rubias del 'Press Club', quines quisieron alargar la noche con los someliers más extra vagantes que hubieran conocido. La conversación en el Hall principal es bien agradable, aunque tras un gin tonic, a esas horas y tras tantas otras de viaje y con el cambio horario y las emociones y el shock de la civilización y mi sensibilidad a los efluvios taninos y olores floridos, tamizclados, ahumados con notas algo verdes de hojas arrugadas y aromas rústicos de cerezas y frutillas… bien, yo empiezo a sentir que preciso ir a… ir a por el segundo gin tonic.

A esa altura de la noche ya acortamos definitivamente distancias con las confortables y risueñas butacas de justo al lado, donde cuatro chicas, más variopintas que una uva macerando en alcohol, están entablando una conversación mucho menos agitada de lo que van a notar a partir de ese momento. Claus está enrolado en una historia de adicción al sexo que, además de ser un foco de estudio para sus clases de psicología clínica, también le da luces durante las noches orgánicas de SF. Qué escándalo comedido. Ya bien tarde nos vamos hasta Ocean Beach, una playa bien larga y ancha que, como su nombre indica, está orientada al Pacífico y no a la Bahía, en otra vertiente de la ciudad. Empieza en el ordenado y cuadriculado barrio de Richmond y sigue por el ordenado y rectilíneo barrio de Sunset que, como su nombre indica, está orientado a la puesta de sol. Sin embargo, es el claror de la luna el que riela en un mar de reminiscencias adolescentes. Las estrellas de SF, el batir de las olas, su rumor que acompasa la brisa, la arena fresca, las… las luces de una patrulla cuyo ocupante está empezando a multar el coche…!!! Tras una conversación bien fluida de Merlot, el amigo nos perdona la vida y volvemos a casa sin que nos falte de nada. Yo creo que fue Santa Clara, que por algo es franciscana, quien clandestinamente abandonó su claustro en los cielos y se nos apareció para clausular la negociación. Si debo clausurarme en penitencia y enclaustrarme en un convento de clarisas, lo hago sin claustrofobia.

En este punto clave de la clausura, ya en casa de Claus, trato de clasificar el día antes de claudicar. Apenas puedo siquiera clarificarlo, pero con la clareza del claro de luna en Ocean Beach y el clareo tintineante de mis primeros astros en este enclave y la clarífica bondad de Santa Clara bajando al sur, se me aclara la clave: a mí, la clase de este clásico me parece ¡claustral!