jueves, 15 de enero de 2009

El viaje toma forma


Abandonamos Puerto Madryn reflexionando con Bárbara, ya en el Andesmar, sobre el asesinato de un taxista durante la noche anterior. Parece ser que este colectivo mueve negocios varios y que, en cuestiones de territorio, marcan bien sus límites. Escuchamos una versión oficial y otra algo más profana pero, al fin y al cabo, el nudo de nuestra reflexión trataba de sacarle el jugo a la evidencia que, el asesino, seguía corriendo suelto y, al albur de una opinión generalizada en el lugar, iba a seguir haciéndolo. Bárbara estaba indignada con ello, yo algo más desencantado y ambiguo con la desidealizada negociación de las ideas en el ágora del siglo XXI: no sé de los tratos o tretas de la justicia aquí y, es probable, que las cuentas se salden por sí solas o no se salden jamás. Sea como fuere, las ballenas sabias y solemnes de Puerto Madero, el millón de pingüinos risueños de Punta Tombo, las empáticas y joviales toninas de Punta Delfín, los primeros ñandús, leones marinos, guanacos... el barco fantasma hundido en la Playa Paraná, los típicos skunks y clásicas tarta negra y tarta de crema que los primeros galeses oprimidos por la Revolución Industrial exportaron a Gaiman, la lágrima patagónica del verde valle del Chubut, los cielos imposibles, las nubes innumerables… uno tras otro nuestros primeros sueños de imponente y grácil novedad iban quedando atrás con el fresco aliento de la sorpresa recién vivida.








Esto de viajar es un no parar, y todo distrae como dándole formas reales a tu pendiente imaginación. Por la ventana aparecían, como instantáneas, coches en venta -no con un cartel, sino con una garrafa o botella de plástico en el techo- y, ya en carretera abierta, el flash destellante de bolsas de basura atrapadas en arbustos de pequeño porte, espinosos y de forma globosa que, junto con pastos de hojas duras, iban a acompañarnos todo el camino al sur. De repente, en el medio de una nada cenicienta, espasmos aislados de civilización. La atención se inquietaba con la aparición súbita de capillas devocionales, en miniatura, a pie de carretera -¿qué harían allí?-, y la mirada se perdía en vastas llanuras, áridas e infinitas como el alma dispuesta, y en una puesta de sol que hubiera teñido de colores cualquier cielo mundano pero que, aquí, no pasaba de un intenso y cálido salpicón multicolor minimizado por el galáctico arco celeste que espacia la dimensión sobrecogedora de este lugar. Las sinuosas colinas cerca de Comodoro me hicieron pensar en un poema de Neruda con su canción desesperada, la rica vegetación y variopinto colorido alrededor de las esporádicas estancias en una novela de Stevenson. Ya en la oscuridad de una tormentosa noche sin luna, los azotes del viento a la voluminosa carrocería, que se balanceaba como buque zarandeado por la tempestad, me despertaban de sueños que visionaban el horror de un infinito inhóspito, indómito, infértil. Al día siguiente supimos que el autobús, o colectivo, que nos precedía había sufrido un accidente. 30 heridos en el medio de la nada. Bárbara también había tenido sueños. Qué alma sabia y resignada debe fornirse aquí.












Llegamos a Río Gallegos con cinco horas de retraso, qué curtido manejo prudente. Arribamos al umbral de la Tierra del Fuego, confín del mapa y aurora aventurera. Poco a poco la estepa ceniza fue dejando paso a campos amarillos, prados verdes, bosques tupidos, montes pardos, gélidas montañas, lagos reflectantes: la Isla Grande, Ushuaia, tierra de paisaje abrupto y complejo que en el antiguo yámana significa “bahía que penetra hacia el poniente”. La principal fuente de riqueza de los yámana pasaba por la caza del lobo marino y la recolección de moluscos. Con la llegada del europeo, las epidemias, las “prácticas de tiro” y el envenenamiento diezmó la población en escasos 30 años de colonización. En 1910 sólo quedaban un centenar de yámanas (eran más de 3000 en 1880) y el lobo marino empezó a poder exportarse libremente. Un gaucho a lomos de su caballo campaba lenta y libremente: linda estampa con el mar de fondo, destellantes arroyos flanqueando prados pincelados con cauquenes, guanacos, ovejas, vacunos, caballos, y el vasto, limpio cielo.














Si algo tiene Ushuaia es esa sensación de estar llegando a un punto de encuentro. Un punto de encuentro de viajantes mochileros, sí, del este y del oeste en las coordenadas de un mapa civilizado que no llega más al sur, sí, pero también un punto de encuentro de almas itinerantes en busca de un lugar, y un punto de encuentro de finales y comienzos, de rumbos que, en el discurrir del tiempo presente, se confunden y alimentan preguntándose cuánto tiene de fin lo que se inicia, cuánto de principio lo que va a terminar. Para nosotros, Ushuaia, sin premeditarlo, también se sentía como un cambio de rumbo, no sólo porque llegamos el día más largo del año con sus dieciocho horas de sol, el solsticio de verano, no sólo porque variamos la orientación sur hacia un largo norte, sino también porque se erigía orgánicamente una sensación de que, nuestro viaje, el corazón de nuestro viaje, empezaba a latir y a viajar.















Conocimos a Lolo, de Durango, un viajante sempiterno enamorado de la autenticidad de las gentes, de los lugares y de la vida nómada. Nos habló de su fascinación por Irán y resumió su experiencia en Ushuaia con la anécdota del día anterior: un par de jubilados canadienses hicieron derrapar su todoterreno al final de la ruta 3 y le pidieron que les sacara una foto. Acababan de llegar de Alaska tras ocho meses de viaje, y no les faltaba energía. Una montañera austríaca nos habló de Pali Aike, “la tierra del demonio”, un paisaje lunar a pocos centenares de quilómetros de allí, mucho menos transitado que las archiconocidas Torres del Paine, que les dejó seducidos y entusiasmados: un paseo divino para los amantes del trekking pese a la etimología que honra su naturaleza ultramundana y agreste. Daniela, cuyos padres cuidaban de un Parque Natural en Canadá, había venido a Ushuaia, tras unos meses en Las Galápagos, para embarcarse hacia la Antártida y estudiar de cerca la fauna más austral. Sai Arigala, indio afincado en los U.S.A., decidió aprovechar sus vacaciones para recorrer los hitos turísticos de la Patagonia.










A Sai nos lo encontramos de ruta al Glaciar Martial, una excursión ineludible desde cuya cumbre se obtiene una visión poética del cálido colorido glacial del Canal Beagle. Es hielo abrasador, es fuego helado, cantaría Quevedo si pudiera entrar en erupción. Bosques que se traspasan como umbrales de muerte, turbas como cojines de musgo que se pisan como nubes en cielos suspendidos, laderas de lascas que se descienden como el juego de la infancia, ríos que juegan al deshielo como quien se atreve a la vida, valles perfectos que enmarcan el cuadro de la belleza sin par ni futuro repetido; un amor que nos comparte, en el fondo de uno mismo, un beso libre brotando de una nada feliz y común. De regreso, llamamos a la cabaña del guarda bosques, ya que se nos había hecho tarde. Nos dijo que sí, que llamaría a un taxi, pero que por favor pasáramos a tomar un mate. Esa conversación se alargó tres horas y terminó con el compromiso de volver al día siguiente a cenar un asado. Sai, que había olvidado las gafas de sol nuevas –las viejas se le habían caído y roto- en lo alto de su camino, también accedió.












La mañana siguiente, tras una fugaz visita al Presidio, arrancamos hacia el Parque Nacional Tierra del Fuego. Lo primero que visitamos fue una cabañita a escasos metros del lugar donde la furgoneta nos había dejado, al inicio de la ruta de la Costanera. Ondeaban las banderas patrias en la pasarela de madera que se adentraba al mar, y a su inicio, o a su final –no sé cómo verlo aquí, en Ushuaia-, se erigía la Oficina de Correos de la Isla Redonda, un espacio acotado para el romanticismo de las cartas, los mares, los viajes y las distancias que juegan a medir la unión. Bárbara, Sai y un servidor escribimos una carta de esas de antaño, de las de puño, letra, sello y espera esperanzada. Fue en esas fechas navideñas en que la punta del mapa cobijaba nuestras ilusiones. Escribir a la familia me hizo sentirles aquí al lado, como si nunca me hubiera ido y ellos hubieran estado siempre conmigo. Entonces, una brisa de mar antártico me arrancó unas lágrimas saladas que se fundieron a la letra como los océanos envuelven a los mares. Qué cerca queda todo. Los ojos del oficinista, cartero y gobernador de Isla Redonda son muy salados, muy salaos.





Caminamos atravesando la húmeda penumbra de los bosques de lengas, guindos y canelos. Llaman la atención del caminante los parásitos que se incrustan a los troncos de las lengas y los guindos, de follaje más oscuro y perenne: se trata del farolito chino, por un lado, pero, sobre todo, del hongo llamado pan de indio o llao llao. Provoca un engrosamiento de las ramas, de forma esférica achatada, que era aprovechado por los indios tehuelches para fabricar la boleadora, el arma de caza y combate común de las tribus de la Pampa y la Patagonia en el momento de la conquista. Normalmente la boleadora se fabricaba con piedras (Bola Perdida, Boleadora de dos o tres piedras) pero, cuando el objetivo era capturar vivo un animal, con el fin de domesticarlo, usaban las menos traumatizantes bolas de madera. También, dicen los oriundos del lugar, se extrae del pan de indio un alimento muy dulce. En el sotobosque encontramos básicamente arbustos espinosos como el calafate, pequeños helechos y la frutilla del diablo. Existe una leyenda sobre el calafate que dice que, quien come sus frutos azul oscuro, queda enredado en la Patagonia y tendrá una nostalgia perenne. Para los patagónicos, sin duda, a la leyenda no le falta verdad.














Tras varias horas ladeando la orilla del Canal Beagle, sintiendo Bárbara “que todo era igual”, impregnados por la frescura aromática del bosque, almorzamos entre caballos salvajes sobre un verde prado bañado por las cristalinas aguas de la Bahía Lapataia, con los picos nevados al fondo, a cielo abierto, saboreando la naturaleza de la novedad. Llegamos al final de la Ruta 3, que une Ushuaia con Buenos Aires, de donde partimos. Allí vimos al huillín, un mamífero acuático de la familia de las nutrias, cuya habilidad en la pesca había atraído un sinfín de gaviotas. También conocimos a Katherine y Philippe, una pareja suiza que llegaba pedaleando un tándem tras veintiún meses de periplo y recorrer 31.000 km. desde Alaska. Después de brindar con cava al lado del Km.0, Philippe ya no sabía hablar inglés. Un poco más tarde, explicaba que había tenido muy claro el objetivo y que, ahora, se le mezclaba el origen, el final, el presente, el paso siguiente. Había allí muchas emociones, y de la felicidad torrencial que se desbocaba emanaba, también, una fuente natural de tristeza.























De vuelta a la ciudad conocimos a l’Oriol, de Cardedeu, i a l’Anna, de Sant Quirze. También a un madrileño, muy tierno y algo pirado, que acompañaba a su madre octogenaria de paseo desde San Pedro de Atacama, al norte de Chile, hasta Ushuaia. Desde que la madre padeció y superó un cáncer que, cada año, recorría un pedazo de mundo con ella; la madre gozaba de un humor espectacular; recuerdo despidiéndome de ellos con mucho cariño y cierta admiración. Tras acicalarnos un poco fuimos a comprar vacío para el asado. Subimos a ver a Jorge, el guarda bosques. El colectivo que nos llevaría de vuelta a Río Gallegos salía a las cinco de la mañana, de modo que la noche fue bien larga, pese a las pocas horas de oscuridad total. Vaya, la noche me confunde en Ushuaia. A esa noche corta-larga la recuerdo con mucha ternura: la conversación de Jorge era como la de un padre amoroso. Las perlas de azabache en sus ojos atentos hacían destellar la simpatía sobre un fondo de insondable confortabilidad. Decía que se sentía cómodo trabajando allí, lo que le extrañaba, porque se tenía por un tipo muy sociable, lo cual era cierto. Lo que ocurría es que, tanto Ushuaia, por un lado –a la que llegó, como tantos otros habitantes del lugar, con la llamada de la industria electrónica de comienzos de los ochenta-, como ese rinconcito paradisíaco que era su hogar y su trabajo, por el otro, le transmitían mucha tranquilidad. Nos habló de su hija, que iba a cumplir los quince al cabo de unos días y a quién le estaba preparando una gran fiesta, que es típica en este país: viene a ser como la puesta de largo que celebramos en España, pero aquí no se hace a los 18, sino que se adelanta tres años. Siempre sonreía y le encontraba el chiste a cualquier situación. Estaba enamorado del tango y tenía a Sosa por un dios. Me encantó conocerle, fue como sentirse en familia y saber un poco más de esta gente que ha elegido, el fin del mundo, como hogar.















Volvimos a Río Gallegos para enlazar con otro colectivo hacia Calafate, la ciudad principal en el Parque Nacional de los Glaciares. Sólo subir al autocar conocimos a Óscar, un bohemio, ceramista, plomero, vidriero y divorciado -todo a partes iguales-, que tenía el don de la empatía, la visión alegre y la buena conversación. Las marcas de la vidorria surcaban su frente como canales donde la sabiduría supiera anclar su discurrir. Su voz lisa, delgada, arrastraba un eco metálico y vibraba, tosigosa, con una entrega inusual. Todavía hoy puedo escuchar su voz, si le imagino; en su foto viva, que todavía juguetea con mi alma, la joven inquietud, la virgen ilusión, en un resoplido ajado, arranca y te entrega una voz. Tuvimos mucha suerte con el enlace, ya que ésa noche iba a ser Nochebuena y un conductor debía devolver el autocar de la empresa a Calafate. Apenas me dio tiempo a acercarme a un hostal a preguntar precios, comprar un par de bombones y un sándwich “especial”, que ya vi a lo lejos alguien haciéndome señas desesperadamente. Qué bien, nos íbamos inmediatamente. No sólo ganamos varias horas sino que, además, hicimos el trayecto solos el conductor, Óscar, Bárbara y yo. Sin duda, esta primera fase del viaje, con tantos preparativos, reservas, billetes, cambios de ciudad, planes alternativos, encuentros, hallazgos, fortunas… se parecía mucho más a las aventuras de un personaje de Julio Verne circundando el mundo que al periplo interior de un protagonista viajante de Paolo Coelho.

Óscar, a sus cuarentaylargos, andaba buscando su lugar. Dijo que no le importaría vivir en Puerto Madero, cerca de las ballenas, donde se recordaba en su pequeña barquita olvidándose a la deriva con la emoción interior de ver qué le depararían hoy las ballenas. Pero había más sitios que le gustaban, y Calafate era uno de ellos. Con él supimos del amor dúctil que el cristal tolera a 815 grados, de los secretos del chulengo, de la historia y del mito del Ford Falcon, de las minicapillas devocionales a Gauchito Gil, esas a pie de carretera; supimos de la Argentina sencilla, apasionada, lúcida, de siempre. A la mística sobria de sus palabras la envolvían los rayos proyectados en abanico de un sol crepuscular que languidecía al albor del valle que nos daba la bienvenida. Más allá, en el lado opuesto, se adivinaban los picos nevados que abrazan la provincia de Santa Cruz.




Ya en el hostal conocimos a más buscadores del lugar. Se llaman Javier y Nadia y, con ellos, al ritmo de los petardos y fuegos artificiales que iluminaban de colorido las calles decoradas de la ciudad, con un poco de cava y otro tanto de conguitos, celebramos la llegada de la Navidad.






Parque Nacional Los Glaciares

Habíamos contratado la excursión al Perito Moreno para el día 26 pero, al haber ganado un día, decidimos que podríamos acercarnos al pueblo más joven de la Patagonia, el Chaltén, que se había descartado durante el proceso de diseño del viaje. Valió la pena el madrugón, el esfuerzo. Se encuentra en medio de la Argentina profunda, allá donde los glaciares milenarios cubren, con sus lenguas calladas color indio albino, la tierra de pueblos originarios, los Aonikenk, conocidos también como indios tehuelches; allá cubren los ventisqueros diamantinos, con sus nubes de escarcha atrapadas en un cielo de cristal, el espacio encontrado de los extranjeros solidarios, el rincón elegido de los pioneros comprometidos, el arraigado enclave eterno de audaces escaladores. En esa Patagonia de límites interminables, de amaneceres y anocheceres lejanos, la inmensidad misma de la naturaleza toma cobijo en este valle del río De las Vueltas, en el margen norte del Lago Viedma, donde el 12 de Octubre de 1985, por cuestiones algo así como geopolíticas, pero con clara proyección hacia el desarrollo de un turismo ecológico y sostenible, se fundó el pueblo de El Chaltén.






El lado este del valle queda flanqueado por el Cordón Adela, 43 quilómetros de majestuosas montañas abrazadas entre sí de las que destacan, por sus imponentes paredes verticales de granito talladas sobre sendos glaciares, el Cerro Torre y el Fitz Roy, también conocido, éste último, como Cerro Chaltén que, en tehuelche, significa volcán o montaña que humea. Es complicado otear sus cimas por la nebulosidad constante del lugar –y de allí la confusión tehuelche-, y es que, detrás de este cordón, se encuentra el Campo de Hielo Patagónico Sur, una extensión de hielo de casi 400 km. de largo y otros 80 de ancho que topa, del lado chileno, con el Cordón montañoso Caupilican. Bajo su manto blanco de 1000 metros de espesor se hunde la Cordillera de Los Andes. Nadie lo diría contemplando esa vasta planicie solemne y helada. Qué lección de la apariencia. Sólo el Cerro Falso Gaviota, en el medio de la nada antártica, se erige soberbio con su pirámide de 3000 metros de omnisciente blancura perenne para revelar, escarpadamente, el bullicio de la vida del subsuelo. Qué lección del contraste. (La foto no es mía).





En la cosmogonía Tehuelche, la Patagonia era sólo hielo y nieve cuando el cisne la cruzó, volando por primera vez. En su lomo traía a Elal, a quien dejó en la cumbre del cerro Chaltén. Al cisne le siguieron el resto de los pájaros, quienes llevaron a algunos animales terrestres, y los peces les siguieron por mar, los más grandes de los cuales llevaron también animales terrestres. Así la nueva tierra se pobló de guanacos, liebres y zorros; los patos y los flamencos ocuparon las lagunas y surcaron por primera vez el desnudo cielo patagónico los chingolos, los chorlos y los cóndores. Después de tres días y tres noches en la cumbre, contemplando el desierto helado que su estirpe de héroe iba a transformar para siempre, Elal comenzó a bajar por la ladera. Allí le salieron al paso Kókeshke y Shie, el frío y la nieve, que hasta entonces dominaban la Patagonia, y le atacaron furiosos, junto con Máip, el viento asesino, pero Elal se agachó para recoger dos piedras y las golpeó entre sí, dando lugar al fuego y ahuyentando a sus rivales. Un día modeló unas estatuillas de barro y creó a los hombres y a las mujeres, los Chónek (tehuelches), a quienes confió los secretos de la caza, enseñó a fabricar armas y abrigados quillangos, mostró cómo encender el fuego. Pasó el tiempo y un día Elal reunió a los Chónek para despedirse. Les pidió que no le rindieran honores, pero sí que transmitieran sus enseñanzas a sus hijos, y éstos a los suyos. Cuando un tehuelche muere, Wendeunk, el espíritu tutelar, le lleva al encuentro de Elal que, muy atento, sigue escuchando sus historias.



Todos los extranjeros que llegaron al sur de Argentina, a principios del siglo pasado, lo hicieron por una razón personalísima y siempre de forma solitaria. Agostino Rocca nieto explica que, sobre todo los primeros andinistas, dependieron en forma determinante de la ayuda de los pobladores pioneros, quienes vivían en estancias, en las cuales los viajeros encontraban alojamiento, comida, baqueanos (conocedores de sendas y caminos), caballos… La estadía en la estancia formaba parte de toda aventura patagónica y, durante más de un siglo, en la Patagonia Cordillerana, el tiempo tuvo un ritmo propio, nada acelerado, es más, a menudo más lento que el del resto del mundo. Se conservó el sueño de libertad de los grandes espacios, pero es difícil de imaginar cuán dura fue la vida de estos colonos que, con poquísimos medios, debieron construirse todo por sí solos. Eran de procedencias diversas; muchos eran inmigrantes europeos, otros marineros que habían quedado en tierra; también se arraigaron aquí los liberados de la cárcel de Ushuaia, los aventureros cansados de girar por el mundo, los buscadores de oro desilusionados por las promesas de la Tierra del Fuego, los refugiados políticos de varias naciones… todos ellos quedaron fascinados por la extraordinaria belleza de los lugares y por el sentido de libertad transmitido por los grandes espacios deshabitados.
















El danés Andreas Madsen, primer arrendatario conocido de las tierras que hoy conforman el pueblo de El Chaltén, escribe que “este era el mundo de los sueños de mi infancia: espacio sin límites y tierras sin dueño”. Enamorado del ambiente natural, y contrariamente a lo que hicieron otros pobladores, no eligió un terreno por lo propicio que pudiera ser para la cría de ovejas y vacunos, sino por su belleza. Su estancia, en la que cultivó hortalizas, centeno y árboles frutales, estaba situada en posición estratégica para el acceso a las cumbres del Fitz Roy y del Cerro Torre, así que se encontró siendo el referente de apoyo para las expediciones. Hoy en día, su estancia es el referente cultural más preciado del pueblo.



Alberto del Castillo, uno de los primeros pobladores de El Chaltén y el escalador más reconocido de la zona, celebra que “acá se encuentren las cosas simples de la vida, que no haya violencia ni robos, que se maneje el concepto de comunidad, que se conozca al vecino con sus defectos y sus virtudes.” Lo que empezó respondiendo a una vocación poblacional –se quiso resolver un problema fronterizo con Chile- y también nacional –las Malvinas se perdieron sólo tres años antes-, tras dos duras décadas de mucho trabajo se ha convertido en un lugar aparentemente artificial para el visitante fugaz, pero con locuaz arraigo y sentido sentido para quienes lo habitan también durante el largo invierno. Hoy en día viven allí 600 personas durante todo el año, de las que 170 son niños, y el número de visitantes anuales ha ascendido a 15000. La escuela ha sido un núcleo de actividad y reuniones para los habitantes de la comunidad durante estos primeros años de existencia. Un catalán, Ivo Domènech, vino a habitar en su “Estancia Canigó” a finales de los ’90, y se puso a suministrar mercaderías a buena parte de la población en la tienda “La Senyera”.













Son muchos los testigos que afirman haber encontrado, en El Chaltén, su lugar. Miguel Burgos, de Buenos Aires, explicaba que el hombre busca a veces toda su vida algo que desea, sin encontrarlo, pero que él, lo encontró en esta sociedad hecha de palabra, amistosamente. Piensa que aquí la palabra tiene valor y existe la confianza mutua, por eso es que él percibe simpatía, caballerosidad y afán de ser útil al prójimo allende vivir en plena libertad y en contacto permanente con la naturaleza. Anabel y Roberto también están “chochos” de vivir aquí y afirman que el confort que podrían recuperar en Bs. As. “no compensa ni la tranquilidad ni la belleza de este hermoso e impagable paisaje con el que vivo.” Es verdad que en gran medida es el paisaje que nos rodea lo que nos define, y María Marcela piensa que “El Chaltén es el fruto del amor a la tierra, de la lucha contra la adversidad, del deseo de convertirse en un bastión argentino en la frontera andina y, también, de todos los que vinieron y se quedaron, seducidos para siempre, por la fuerza y el esplendor de la naturaleza.” Para Demián, lo más reconfortante es saber que vive dentro de estas montañas que son la razón de su llegada, y poder estar en ellas y recorrerlas regularmente le hace feliz, al igual que ver a sus hijos crecer en ellas. Romina tiene claro que éste es su lugar en el mundo. También Edgar, su hermano, sabe que El Chaltén es su lugar y lo seguirá siendo para siempre. Haydée, su madre, escribió algo muy bonito al respecto: “(…) estoy convencida que El Chaltén (…) es la magia del universo en un pueblo (…) es fácil imaginárselo… allí está la libertad en el vuelo del cóndor, el color hecho flor, el misterio en la montaña, el encanto en el bosque, en sus lagos el cielo, la pureza en los glaciares, el susurro en sus ríos, la esperanza en el cuidado del huemul, la luz de los astros en la mirada radiante de los niños, el futuro promisorio en el día a día de quienes lo habitamos.” Óscar, su marido, autor del libro Nace el Chaltén, con quien compartí una conversación tan empática como cómplice y a quien debo tantas de las informaciones que aquí transcribo, es un cordobés a quien incluso le pareció escuchar a Wendeunk en una de las llamadas que, finalmente, le hicieron sentir este pueblo como su lugar. Me regaló su libro con un guiño. En él escribió “Eres lo que amas”, y firmó la dedicatoria.














Para el turista es un lugar idóneo para el trekking, y el enclave dispone de varios circuitos, algunos de ellos con la opción de acampar. Con Sai, que pasó también estos días con nosotros, y Bárbara enfilamos la vereda hacia Laguna Capri, al pie del Cerro Chaltén, o Fitz Roy, elevándonos rápidamente y gozando de un paseo espectacular. “Nada es igual”, decía Bárbara, y esta vez llevaba razón. El Cerro Torre estaba completamente cubierto de nubes ese día, por lo que ese paseo entre gramíneas, rocas volcánicas, bosques de lengas, notros y ñires salpicados de líquenes -esa simbiosis entre hongos y algas que crece sólo donde el aire es más puro-, prados de arancays, la vista del valle De las Vueltas, que debe su nombre al imposible serpenteo de los meandros del río del mismo nombre, el glaciar bajo el Guillaumet y los Dos Eléctricos, el visionado de la cadena montañosa al frente, con el soberbio Fitz Roy peinando las nubes sobre su cumbre… ese paseo fue lindo y, Bárbara, siempre reticente en los momentos previos a una caminata, pero atlética, orgullosa, dulce y feliz, como siempre, también lo disfrutó. Sai, medio absorto y soltando inconsciente clichés de la vida de oficina, se daba un cabezazo con una rama, tropezaba con una raíz, veía resbalarse su segunda blackberry de las manos, pero estaba feliz. Algo circunspecto ante los batacazos, pero feliz. Finalmente llegamos a la Laguna Capri, al pie del cerro. Allí descansamos un poco. Tras comer algo de sándwich y fruta, saqué los dos bombones que compré el día anterior. Uno se lo di a Sai. El otro, en forma de corazón, lo partí por la mitad y le ofrecí una a Barb. Feliz Navidad pues, chicos, feliz Navidad. Seguimos caminando, alejándonos del punto de partida, adentrándonos en el bosque. A Barbie se le moría la fe, yo insistía con la ilusión perenne de un niño. Finalmente el bosque se descubrió y contemplamos, maravillados con la recompensa, una quebrada por la que el río De las Vueltas rumorea que el ciclo de la vida goza de todas las edades: los millones de años de la intrusión granítica, los millares de años de los glaciares que, como nobles pecheras, realzan su estirpe altiva y decorosa, los más jóvenes bosques, el río que se renueva constante, la nube que se formó allí, se transformó acá, desapareció allá... Al cabo de poco se nos hizo tarde.
















El Fitz Roy es la montaña patagónica más rica en historia y, ciertamente, también una de las cimas más escaladas por los andinistas que actúan en aquella región. El nombre de Chaltén (montaña que humea) fue cambiado más o menos por la misma época que el Chomo Lungma (Divina madre de las nieves o Diosa madre de la tierra) se tornó en el menos poético Everest. Fue el perito argentino Francisco P. Moreno quien rindió este obligado homenaje a uno de los mayores exploradores de las tierras magallánicas. Su esbelta pirámide rocosa, tan perfecta, es visible ya muchos quilómetros antes de llegar a sus laderas y ha seducido a muchos escaladores; algunos de ellos la consideran la montaña ideal. Fueron muchos los intentos de hacer cumbre y, por lo liso de las paredes, por el desmoronamiento de piedras, por la impetuosidad de los vientos, el frío glacial, el encantamiento… todos ellos se contaron por fracasos, hasta 1952, año en el que una expedición francesa logró conquistarlo.




Más épica aún, si cabe, fue la conquista del Cerro Torre, cuya aguja corona más de 1300 metros de pared vertical: la montaña maldita, la aguja traviesa, el grito petrificado. En su libro Patagonia, Gino y Silvia Buscaini lo describen “con su hongo de hielo en la cumbre puesto como un bonete insolentemente atravesado. Último de los cerros esculpidos en la poderosa inserción de granito, ha resultado similar a un hijo díscolo que a menudo se exhibe con travesuras de dudoso gusto. Sus provocaciones peores, de acuerdo con el viento, son el incrustarse de hielo para encapucharse hasta las orejas y, luego, desvestirse de golpe para permanecer totalmente desnudo, sólo con su bonete en la cabeza. Su vanidad lo había llevado a querer renegar de su realidad de montaña para proponerse como un mito. Para lograrlo habría estado dispuesto a las prácticas más torpes, complaciéndose también en escándalos e intrigas”. A la belleza de su sutil y puntiaguda silueta le hace sombra la subyugante historia de su conquista.

Cesare Maestri fue el alpinista que, finalmente, consiguió el imposible en 1959, aunque nadie le creyó, dada la dificultad intratable de la montaña y la aureola de mito que la envolvía. Él no disponía de más pruebas que su diario, transcrito en su autobiografía “Arrampicare é il mio mesiere” (Trepar es mi oficio). El trentino se quiso vengar de quienes no le creyeron e hizo dos nuevas tentativas: una en pleno invierno, que fracasó, y otra en verano, con éxito y, esta vez, documentado. Ambas tentativas son descritas en el libro “Dos mil metros de nuestra vida”, que escriben Cesare y su mujer Fernanda. El 2 de diciembre de 1970, los tres de la cordada, Claus, Alimonta y Maestri, alcanzan la cima escalando con un compresor cuyo equipo pesaba más de 150 quilos. En el descenso, Maestri dejó colgado de la pared vertical el compresor. Son relatos increíbles, para quien guste de la psicología profunda de los retos imposibles.

Al día siguiente nos levantamos pronto para visitar el glaciar Perito Moreno, la joya de la corona. El día anterior vimos en lontananza el glaciar Viedma, mayor que el Perito, pero sin duda lo espectacular de esta celestial lengua silenciosa en la boca ronca del infierno, con sus nieves perpetuas, cuyos bloques tallados como agujas te pinchan la belleza en el alma a lo largo de 15 km, es la cercanía de la que dispone el espectador para maravillarse y quedarse sin palabras. Se me hace difícil prolongar quince quilómetros en el alma, pero también me habría sido imposible concebir con la imaginación lo que la naturaleza, con todo su renqueante y estruendoso esplendor de sepulcro sordo, me estaba entregando como real. Si alguien quiere saber algo más sobre el Perito Moreno, no es posible, debe ir a verlo, y sentirlo.












Para nosotros el día empezó pronto y bien. Por primera vez en mi vida vi el arco iris plegarse al pie de una montaña y reposar como una charca de colores. Por primera vez en mi vida vi al cóndor planear a escasos metros sobre mi cabeza atónita y en traspaso. Jeroun y Adriane, dos jóvenes belgas que estaban compartiendo la segunda mitad de sus viajes, celebraban perplejos que, tras tres meses por estas tierras, por fin alcanzaban a atisbar al rey de los cielos. Por primera vez en mi vida contemplé el Lago Argentina, el más grande del país, con sus azules jalonando un ascenso al cielo de los hielos y sus brillos de danza purpúrea escalonando los misterios de la luz y la visión. Por primera vez en mi vida estuve al lado del Glaciar Perito Moreno, pero aquí la suerte jugó sus cartas en forma de lección, digamos que moral.

























De las cinco horas que disponíamos para su goce y contemplación, cuatro con cincuenta estuvo encapotado y lloviendo. Me quería morir, ilusión derrotada. Pero a diez minutos del final salió el sol, ¡bendición! Pedí permiso a la guía, ya en la furgoneta, y salí escopeteado. En mi casa siempre celebramos el “caga-tió” el día 26, por San Esteban, tal día como hoy. Esta tradición catalana se arraiga en un tronco que se cubre con mantas y que los niños baten con palos mientras cantan una canción para que “cague” golosinas y regalos. Recuerdo que nos retirábamos a una habitación a rezar para pedir que el tió siguiera cagando. En nuestra casa, sucedía que, cuando ya había cagado unas cuantas veces, de repente dejaba de cagar. Pero los mayores nos volvían a mandar a la habitación apartada para volver a rezar, por si acaso. Recuerdo que muchos de los peques pensábamos “no, no va a cagar más” y, otros, pensábamos “bueno, recemos bien fuerte a ver si por acaso…” Y volvíamos y el tió había cagado algo bien especial. (A veces el tió no cagaba nada durante dos o tres tandas). Dios mío, qué bien sabe ese regalito que se descubre cuando piensas que el “tió” ya no puede cagar más. No es ese regalo esperado, es ese regalo regalado, que penetra sin trabas hasta el mismísimo origen de la sensación. Volví corriendo hacia la furgoneta como un niño recompensado, volví como si hubiera descubierto algo nuevo, secreto, y es extraño dado los millones de personas que han visto antes lo mismo que yo. Pasen y vean señores, pasen y vean.















Las Torres del Paine

En la terminal de autobuses de Calafate nos encontramos a Lolo, de Durango, y a Jeroun, que dudaba de su siguiente destino. Nos íbamos a Chile, al Paine que, en indígena, significa azul, por el color ladrón de sus lagos. No estaba previsto pasar por este paraíso del trekking cuando planeábamos el viaje en La Lagoa, pero una amiga de Claus, en el restaurante Matterhorn, en San Francisco, y la parejita gay del hostal La Vieja Aldea, en Puerto Madryn, de quien os expliqué que nos hablaron del ineludible crucero Navimag, nos aconsejaron fervorosamente su visita. Manejamos bien los tempos y las charlas durante el viaje, y fue una suerte, porque si algo recuerdo de esos días en el Parque Nacional Torres del Paine es felicidad: una felicidad relajada, como se relaja un lago en un entorno feliz.













Ya el paso fronterizo fue premonitorio: caballos salvajes campaban plácidos y a sus anchas a escasos metros de las barreras que controlaban y restringían el paso a los vehículos. Tras el primer plano, ecuestre y familiar, se alargaban colinas y prados como en un infinito de dibujos animados. Cuando llegamos a Puerto Natales, Lucho nos acompañó a su hostal. Nos explicó cuatro notas del Paine entre bromas que Bárbara tildó de machistas. A mí no parecieron graves, es más, me reía con ellas, aunque le mandé un par de respuestas entre risas para que suavizara el tono con mi mujer. Funcionó con naturalidad. Cuando compartí con su familia un rato de televisión me pareció que no era un machista, sólo un cachondo, y que amaba a su mujer, aunque sí que es cierto que ha sido en Chile donde he notado una separación más insalvable entre lo que es el hombre y lo que es la mujer. (También, ya puestos, entre lo que es una persona y lo que es un puto turista). Él llevaba 15 años ejerciendo de guía por ese Parque, y nos alquiló todo el equipo necesario. Al día siguiente fuimos a comprar un saco de dormir y provisiones. Allí nos encontramos de nuevo a Anna y a Oriol. Se ofrecieron a llevarnos al Parque esa tarde, y accedimos. A la hora de comer fuimos a la Picada de Cortés, donde comimos un cordero del que no quedaron ni los huesos y nos encontramos, qué casualidad, a Jeroun y a Adriane. Parece como que los turistas hagamos un mismo recorrido, compremos en los mismos lugares y comamos en los mismos sitios. Jeroun y Adriane nos explicaron una anécdota curiosa al respecto de estos encuentros, casuales o lógicos, pero maravillosos.














Nos explicaron que, en Bolivia, un chiquillo lloró con Jeroun porque se dio cuenta de que ese joven belga, a lo largo de una tierna conversación, le había mostrado saber mucho de su país, Bolivia. Unos días más tarde llegó Adriane, al mismo lugar –en ese momento hacían el viaje separados-. Resultó que Adriane, cosas de la vida, entabló conversación con el mismo chiquillo y, éste, terminó por contarle que había llorado con un chico europeo porque sabía tantas y tantas cosas de su país. Cuando unas semanas más tarde Jeroun y Adriane convergieron en su periplo, en un momento cualquiera se pusieron a hablar de su experiencia en Bolivia, y Adriane le contó a Jeroun, maravillada, la sensibilidad que percibió en aquél chiquillo al que conoció, el cual le había contado que había llorado tras conversar con un europeo, que sabía tanto de su país. Jeroun no daba crédito, y no sabía si la emoción le haría llorar o reír. Le describió al chaval, le describió la conversación, y se dieron cuenta que habían estado hablando sobre ellos mismos, con el mismo chaval, en el mismo lugar. Increíble, ¿no?















Pese a quedar como unos señores y pagarles más de cinco veces el importe en gasolina, Oriol y Anna nos acercaron, por conveniencia, sólo hasta Administración, ya dentro del Parque Nacional. Desde allí había que tomar un colectivo hasta Pudeto y otro hasta Laguna Amarga y, de allí, caminar unas dos horas hasta el Camping Las Torres. El autobús no pasaba hasta al cabo de tres horas. Putos catalanes… Pero nos hicimos amigos rápidamente de la guarda en Administración, Alejandra, que nos puso un documental de Hugh Miles sobre el puma que nos fascinó, y otro sobre fauna y flora patagónica, y paseamos por el museo atendiendo a formaciones geológicas y a himenópteros y, el colectivo, llegó antes que nuestras ansias se hubieran agotado, aunque la sensación de ser un poco idiotas no había desaparecido, ni las ganas de haber llegado tampoco.
















Cuando montábamos tienda estaba oscureciendo (más allá de las diez de la noche en esas fechas y latitudes). Calentamos una cena tan simple como restituyente y nos dispusimos a dormir dentro del mismo saco. ¡Juas, juas, juas! Era uno de esos, cómo se llaman, esos que tienen hasta capucha porque son para una sola persona… Al cabo de unas horas de movimientos compenetrados lo dimos por imposible, qué risa. Al día siguiente llegó Marcela para cobrar. La conversación fue espontánea, fresca, y jodida, dado el cansancio, el frío, las maniobras imposibles. Marcela tenía no sólo un corazón grande, sino una inteligencia emocional a prueba de ejemplos. Se compadeció de nosotros con una humildad tan digna que, a día de hoy, todavía me siento halagado por su humanidad. Nos prestó un segundo saco, una esterilla térmica, tazas para el desayuno, nos aconsejó un enclave mejor para la tienda… En el cartel de los baños ponía que alquilar todo eso valía miles de pesos chilenos. No habían pasado cinco minutos desde que, a su reclamo, abrimos la cremallera de la tienda y nos decía: “Buenos días, ustedes ya han pagado?”













El macizo del Paine conforma un pequeño sistema montañoso independiente de los Andes Patagónicos. El circuito más recorrido es la famosa “W”, que abarca el sendero hacia el Glaciar Grey, el Valle Francés y la subida a Las Torres. Nosotros queríamos atacar el Valle Francés y observar de cerca el granito claro de las Torres, que dicen que al alba adquiere un rojizo de ensueño, pero Las Torres no se veían esa mañana, estaban absolutamente cubiertas de nubes y niebla, allá en lo alto. Aquí en el campamento, en la misma base de las laderas que acceden a sus imponentes paredes verticales, lucía un sol espectacular. Hablan sobre estas latitudes diciendo que uno puede vivir, en un solo día, las cuatro estaciones del año. Y es verdad. Dado lo inapropiado de subir Las Torres ese día, nos lo tomamos con calma. Qué gran acierto. Qué paz la del lugar. Desayunar copiosamente, conocer gente, ducharse con agua caliente, ponerse ropa limpia, montar tienda entre pájaros que caminan y sensaciones que vuelan, mirar alrededor y maravillarse, pasear sin prisas hasta la base de Los Cuernos entre ríos, lagos de mil azules, picos nevados, profundos valles, surrealistas grietas, montañas graníticas con negro sombrero de esquistos cubriendo la cima, paseantes a lomo de caballo, caminantes de todas las procedencias, alegría de estar donde estamos haciendo lo que hacemos.


























Hubo un trecho en el que el viento patagónico mostró su furia con una elegancia capaz de doblegar al más bravo guerrero. No sé si yo descubría más placer por sentir en mis carnes el poder liberador y purificante de esa ráfaga, voraz y constante, o por conocer a ciencia cierta que en escasos metros, con el cambio de rasante, esa ferocidad iba a menguar. Perdí el teléfono móvil en ese paseo –no en ese trecho del viento, sino abajo, antes de llegar al puente que cruzaba el río- y no me importó tanto. Volvimos con tiempo… cocinamos con tiempo… nos esparcimos con tiempo… hicimos el amor con tiempo... cinco sentidos y alguno que se le añadió... Fueron días y noches maravillosos. A mitad de la noche salimos a ver las estrellas, a escuchar el silencio con sus sorprendentes melodías, unas fugaces, otras intermitentes. Al amanecer observo Las Torres, siguen cubiertas de nubes. Dormiremos un poquito más.












A media mañana seguían cubiertas, pero decidimos partir, de todos modos. La ascensión es medio larga, y bastante abrupta, sobre todo el trecho final, que uno hace de roca en roca. En ese último tramo el tiempo era malo, con lluvia, viento, frío y algún copo de nieve. Bárbara es una maravilla, cuando se pone es espectacular. Subimos sin hacer más descanso que la pertinente recarga de agua en un refugio. Arriba aguantó el frío estoicamente y descendimos como queriendo desmenuzar con pasos ligeros el brío sobrenatural. Fue divertido, y estimulante, y conciliador. Sin duda esa mujer vive el día como una energía que se consume al instante. Mi presente es más un recurso del ayer y del mañana con pequeñas aberturas para la fusión. Que nuestros momentos tan dispares y nuestra personalidad tan distinta se vistan con un traje tan complementario es un milagro del que no me bajaría jamás. Esa noche iba a ser fin de año. A falta de uvas -los catalanes compraron las últimas- y de cava, lo celebramos con duraznos y vino, gran momento. Marcela nos invitó a pasar con ellos la velada. Iba a haber carne, y vino, y cantos y guitarras en el medio de la noche. Dijimos que sí, pero caímos rendidos por última vez ese año.
















A la mañana siguiente volvimos a Puerto Natales. Antes me escapé un momento a la Hostería, había tenido una premonición. Fui corriendo hasta la Recepción y pregunté si alguien había encontrado un móvil. Me preguntó cómo era. Acerté, y me lo dio. Creo que la charla con un caminante japonés, dos días antes, tenía algo que ver con mi acertada intuición. Recuperar esos mensajes de texto fue un bonito presente navideño. Organizamos todo para embarcar con el Navimag, esa misma tarde-noche y, tras felicitar el año a la familia y cenar una sopita caliente y un asado de cordero, enfilamos hacia la promesa de cuatro días y cinco noches de navegación entre canales, fiordos, glaciares, islas, montañas, caleuche, fauna marina, nuevos conocimientos y gente, mucha gente. La Naviera Magallanes hace más de 25 años que funciona como empresa de transporte marítimo de pasajeros y de carga. Más atrás en el tiempo, sólo funcionaba como carguero, suminitrando recursos a las regiones más australes de Chile y, a su vez, dando salida a los productos autóctonos. La historia de empezar a llevar pasajeros fue consecuencia del boca-oreja mochilero, ya que al principio dejaban que los excursionistas subieran al barco y durmieran en alguna litera pero, al gustar tanto del trayecto y empezar a correrse la voz, y siendo cada vez más los solicitantes de un lugar a bordo, la empresa decidió habilitar el barco y comenzar a realizar, el trayecto marítimo que es motor del desarrollo económico y social de la zona austral chilena, también como un recorrido turístico.


















El Navimag

Nos había costado bastante tiempo y gestiones conseguir los pasajes para este buque pero, finalmente, aquí estábamos, a tiempo y emocionados, saludando a los marineros que nos mostraban el camarote: la mejor cama de la que dispusimos en las últimas semanas. Y teníamos armarios, y estaba muy limpio, y los baños relucían. Uau, qué bien. ¡Ya estábamos en el barco! Los primeros cuatro días sin preocuparme del día siguiente… y navegar. Comenzamos asistiendo a una charla en la que nos explicaron la ruta que íbamos a seguir. Zarparíamos a las seis de la mañana. Se nos recomendó levantarnos alrededor de esa hora porque ya a las 7:15 íbamos a cruzar el Paso White, el más estrecho de todo el recorrido, en el que sólo mediaban 80 metros entre las rocas. Cuando nos levantamos al día siguiente, una aurora embravecida aplastaba sus rayos sobre densas nubes eléctricas que los difuminaban y esparcían en una aureola radial. El arco iris decidió dibujarnos la puerta hacia el Paso desde una boya en los brazos del océano hasta un infinito que se perdía tras el manto encapotado de un cielo gris. Soplaba un viento huracanado y la fuerte corriente habría hecho desistir de la aventura a cualquier lobo de mar. Pero el buque Evangelistas son 123 metros de eslora de pesada armadura y su tripulación conoce bien la navegación por estos canales, no aptos para batalleros de menor calado. Cruzamos con la precisión de un tiralíneas que, por otro lado, era la única manera de cruzar.
















El siguiente hito era el Paso Sobenes, el punto más austral del recorrido, a 52⁰10’. Por el Estrecho de Collingwood llegamos al Canal Unión y, de éste, al Canal Sarmiento, desde donde pudimos acercarnos al glaciar Skúa. Allí me ocurrió otro encuentro imposible, y os cuento. Se van a cumplir diez años de un torneo de rugby playa en el que Claus, durante la cena y fiesta posterior, se quiso hacer pasar por andaluz. Cortaba las palabras al final, y le puso un empeño graciocísimo, pero su origen alemán y su marcado acento británico, muy de Oxford, conseguían una mezcla incapaz de conquistarle el éxito a la misión. Yo me desternillaba. Pues bien, yo he vivido estos nueve años pensando que es imposible que un extranjero consiga el acento andaluz y, aquí, navegando entre canales chilenos, tuve que ir deshaciendo mi creencia a base de escuchar y seguir escuchando, incrédulo, el desparpajo con que Mario, de Lümbeck, desgranaba la fonética del castellano con una proverbial, fastuosa y tildada impronta granadina. Llevaba siete años viviendo en Granada, con su novia, Mónica, y ambos habían cargado sus motos en el barco para proseguir su ruta por el Chile austral. Explicaba que no había oído otro castellano que no fuera aquél, y yo me reía cada vez que le escuchaba: era alemán, ¡pero era andaluz! Qué tronchante, por favor. También conocimos a dos lesbianas, algo flipadas, que nos relataron entusiasmadas cómo habían bajado el Volcán Osorno en trineo. ¡Pa haberse matao! Muy divertidas por eso, mucho, incluso cuando te la meten.















El Skúa es un glaciar inmenso, que se bifurca en dos lenguas. El entorno en el que se haya es maravilloso; tuvimos suerte que el caleuche y la lluvia amainaran. A través del Canal Wide y de la Costura Inglesa, protegida por la estatuilla Stella Maris debido a su difícil navegación (sólo 180 metros de ancho y salpicada de islotes no visibles entre la niebla o caleuche, común en este lugar), llegamos a Puerto Edén, una isla donde conviven 130 habitantes alejados de todo mundo civilizado. Son los alacalufes que, hasta hace 50 años, vivían la cultura nómada de los canales pero que, hoy en día, sufren las consecuencias del alcoholismo y la desidia y son muy pocos los que aún hablan su antigua lengua. La empresa Navimag siempre se detiene en este lugar, embarca y desembarca nativos y provee de recursos a la isla. Si el tiempo acompaña permite a los pasajeros pasearse durante unas horas, pero éste no fue nuestro caso.

















Al este del Edén, de Puerto Edén, me refiero, existen claros ejemplos de glaciares que avanzan. El Exmouth lo hace a razón de medio metro por día, es decir, unos dos cientos metros al año. Más al norte, el Pío XI, el glaciar más grande de Suramérica, cuya pared helada alcanza los 90 metros de altitud, se extiende a lo largo de quince quilómetros de longitud y se alarga cinco quilómetros por un brazo, y otros tres por el otro, avanza aún más rápido, 288 metros por año y, hoy en día, ya ha cerrado el paso del mar. Dicen que la forma de sus témpanos es muy curiosa; nosotros, no lo pudimos ver. A los glaciares, en esta zona, se les conoce también por ventisqueros. Hay más de 300 que se descuelgan del Campo de Hielo Patagónico Sur, el cual discurre paralelo a nuestra navegación (según wikipedia "sólo" son 50, pero me fío de mis fuentes...) Este campo está elevado 1500 metros sobre el nivel del mar y forma un altiplano de más de dos millones de hectáreas. Si lo cruzáramos a lo ancho desde aquí, al final de nuestra caminata nos aparecerían, como espejismos fantasmagóricos e irreductibles de más de 3000 metros de altura, las siluetas imponentes y de contraste intolerable de los conocidos Cerro Torre y Fitz Roy.














Navegando por el Canal Mesier, el más profundo de los que cruzáramos, en el Bajo Cotopaxi, pudimos divisar el Captain Leónidas Ship. Su historia es de lo más reveladora. El capitán de este carguero provenía de Brasil y se dirigía a Valdivia cuando sucedieron los hechos que os voy a relatar. Resulta que el viejo lobo de mar había sabido de la historia que le ocurrió a un barco inglés, el cual había embarrancado contra una formación rocosa que se eleva 1400 metros desde el fondo marino, quedando su cima cubierta por el agua a sólo un metro bajo el nivel del mar. Ése barco inglés se hundió y, entre viejos marineros, empezó a conocerse el lugar exacto de ese accidente geográfico tan oculto a la vista. El capitán Leónidas, años más tarde de ese primer suceso, en 1963, cargó el barco con azúcar, pero no lo vendió en Valdivia, como estaba previsto: lo vendió mucho antes, en Uruguay. A continuación, se acercó hasta este lugar y dirigió el barco contra la roca con la intención de hundirlo, con la mala fortuna que lo embarrancó, pero no lo hundió. Cuando llegaron los de la aseguradora les explicó que el azúcar se había disuelto en el mar pero, ay, cuando los de la compañía le preguntaron dónde estaban los sacos, el pequeño Leónidas no supo qué contestar. Le retiraron la licencia, le encerraron en la cárcel y, el Captain Leónidas Ship, ha quedado anclado para siempre más en la roca, visible y corroído como su mentira en la historia de la navegación.













Al final del canal llegamos al golfo de Penas. Originariamente el nombre fue Peñas, pero los ingleses no tenían cómo transcribir la “ñ”, de modo que así quedó el nombre en adelante. En ese punto realizamos el único trecho de navegación a mar abierto y, por suerte, el Pacífico se mostró apacible esa noche. Bueno, apacible para lo que pueden llegar a ser las olas de este océano pero, sin duda, que navegábamos a mar abierto, se notó. En unas horas, y a través del Canal Pulluche, volvimos a la tranquilidad de los canales. Enfilábamos el tramo final cruzando el Canal Chacabuco (desde donde se podía divisar el volcán Chaltén), la bahía de Anna Pink, el golfo Corcovado, Quellón y el archipiélago de Chiloé, el golfo de Ancud, el Canal de Chacao y, finalmente, Puerto Montt, nuestro destino final.
















Salir a cubierta era un espectáculo pero, como ocurre siempre, cuando alguien te habla de algo diciendo que es increíble, maravilloso, que no te lo puedes perder… uno, aunque no lo pretenda, inevitablemente se forma una sensación cuyo umbral es ya imposible que la realidad pueda traspasar para vivirla en igual intensidad. De ahí que, al final, la emoción, una vez en el lugar, se deslíe comparándose con la imagen que uno se había formado. En cambio, cuando uno asiste a un lugar sin un preconcepto fuerte formado, queda espacio para que, la realidad, vaya desvelándose y mostrándote las maravillas para las que tu mente tiene libre un lugar. Soy consciente de que esto sucede y procuro siempre evitar formarme ideas previas, pero oye, es que era imposible no elevar tus expectativas escuchando a esa parejita de gays enamorados y sus exclamaciones orgásmicas cuando recordaban el Navimag. Sin embargo, pese a esa distancia entre lo ilusionado y lo vivido, a mí, la niebla me atrae, me absorbe diría yo, también los contrastes de azules, y navegar por navegar. Por eso me gustaba salir a cubierta y distraerme con el vuelo rasante del albatros de ceja negra, o la pesca en picado del petrel, o el planeo elegante del cormorán imperial, tan blanco; perder la mirada fijamente por si acaso divisaba una orca en persecución de un tiburón blanco a 50 km/h… o quizás ver alguna foca leopardo, o algún delfín austral, o alguna ballena jorobada, ¿por qué no alguna tonina overa? ¿o alguna normal? O alguna nutria de esas que comen flotando hacia atrás. Vi un colchón, sí, vi flotando un colchón.















La tripulación del Evangelistas fue encantadora. A mí siempre me daban dos menús, como si estuviera en casa. Me encanta la gente de mar. Los marineros tienen algo en el espíritu con lo que conecto inmediatamente. Y su sabiduría es tan sencilla, tan lógica, tan natural. Y su humor aplaude al drama, y su infinito es navegable, y su corazón se moldea como un cuento de arcilla. Nos pasaron varias películas chilenas, como "Machuca", "La Casa de los Espíritus" o "Mi mejor enemigo", y también documentales sobre la formación y tipología de los glaciares, la fauna y la flora… También hubo fiesta la última noche, pero creo que yo estuve demasiado tiempo tratando de avistar algún chorro de ballena, con esa temperatura, y ese viento… así que a dormir. Finalmente llegamos a Puerto Montt, y tocaba marcar ritmo otra vez. Nos fuimos hasta Puerto Varas, a la vera del Lago Llanquihué, con el Osorno de fondo: éste iba a ser nuestro centro de operaciones para atacar la zona durante toda la semana. ¡Zafarrancho de combate que nos vamos!