Un dichous es un dichous: Un jueves, como hoy, se conoce en idioma catalán como un dijous, y en el universo de aquéllos que nos reuníamos regularmente, y a lo largo de los años, tal día de la semana, se reconoce como un dichous. Pronunciarlo así, distinto, le daba la categoría exacta al nombre de referencia. No me preguntes por qué tenemos, al final, la habilidad de sellarle una naturaleza propia al común de las convenciones que nos sirven para relacionarnos. Léase que, quizás de algún modo, también nosotros tenemos la necesidad de elevarnos sobre los días que pasan y que entregamos mediante un sutil y nuestro alarde de identidad, mediante un guiño simpático a la permanencia de la vida que, también en su día, pasó y se nos entregó.
La familia: Y ahí me tienes, quizás trece años después de la Fundación Oficial de aquéllos encuentros entre amigos, en el Aeropuerto del Prat, en Barcelona, un dichous, a punto de tomar un vuelo con destino a América, aquél continente al que la convención se refirió como el Nuevo Mundo y que ahora, para mi pequeño universo, iba a significar realmente. Y ahí me tienes, rodeado como en pocas oportunidades sucede, quiéralo el azar y la ocasión, de mi familia. Créeme si te digo que, cuando tocó alejarse por las escaleras mecánicas, automáticamente, sentí la presencia de su sangre más fluída que nunca. Me dio la sensación de que me habían querido siempre, y ese sentir no ocurre a cada momento aunque permanezcas muy cerca a su lado. Y ahí me tienes, ya en la zona de embarque, en el piso superior, saludándoles cada vez que los recovecos de las cintas, esas que habilitan para el mejor rendimiento de la cola de personas dispuestas a partir, me acercaban al punto desde el que era posible reanudar contacto visual con la escena que ya había quedado grabada en mi recuerdo. Y ahí me tienes, contemplando, mientras alzaba tímidamente mi mano, encogiendo y estirando cada vez más lentamente mis dedos dibujando para el aire una penúltima despedida, cómo mis sobrinos, disfrazados de adorables espadachines, protagonizaban ya la siguiente escena de una obra que, de ese momento en adelante, iba a compartir escenarios bien distantes. Ellos jugaban a batirse, mis hermanos acompañaban el duelo con risas e indicaciones, mis padres se miraban y sonreían. Yo, disimulando, traté de no entorpecer el ritmo de la cola de personas que partían.
A Zurich: Ya en la puerta del vuelo que partía hacia Zurich hice una última llamada y recibí, aun con sorpresa, la última conexión con mis padres. Querían saber cómo estaba y les expliqué que había conocido a Ángela, una brasileira que, al verme vestido con la camiseta carioca que me habían regalado mis amigos durante la fiesta que me prepararon como despedida, se había maravillado de mi dominio del idioma español. Iba a ayudarle con la conexión de vuelos en Zurich, ya que ella era fatal para estas cosas, y ya me había empezado a hablar sobre las maravillas de Paraná, donde por primera vez en tres años iba a reunirse con sus tres hijas, la mayor de las cuales, de 21 años, había quedado embarazada y rechazada por un joven de Sao Paulo en Japón, donde trabajaban. Ángela estuvo casada con un señor japonés, después divorciada y actualmente tenía un enamorado -como dicen en portugués-, también de Sao Paulo, en Barcelona. Mis padres sonreían al otro lado del teléfono como cerciorándose de que la vida sigue con la historia, y yo me miraba a Ángela pensando que iba a tomar su mismo vuelo para encontrarme con mi enamorada -como dicen en portugués-, que es de Salamanca, que conocí como peregrino en León, que estudia en Florianópolis y que, recréase el azar en la ocasión, tiene 21 años.
A Sao Paulo: Tras hacer el último gasto en euros en un agua para ella y un sprite para mí, la dejé en su asiento del Boeing 747 citándonos para la salida, 12 horas más tarde. A mí me toco en la fila central y hacia la parte trasera del avión. A mi izquierda tenía una pareja de la Guayana, aunque eso no lo supe hasta prácticamente el final del trayecto. A mi derecha, en cambio, se sentó Rodrigo Sá, un cantante y capoeirista de Sao Paulo que se presentó al momento de mirarnos diciendo "Sá", a lo que respondo "Ro". Me lo miro levantando ceja y comisura izquierdas, mientras asentía con la cabeza, como respondiendo a sus ojos abiertos, cejas de arco en tensión y desplazamiento hacia atrás del cráneo como dejándole el espacio a la sorpresa. Sí, sí, "Ro-Sa", le digo. Acto seguido nos pusimos a hablar de los seis meses que había estado él viajando por Europa, tocando en el Rock in Rio y otros conciertos en Lisboa, Madrid, Bruselas y Amsterdam. Ahora su viaje tocaba a su fin y le esperaba su enamorada doce horas más allá en el tiempo y 7000km más allá del punto en el que nos tocó empezar a discurrir. También lo hicimos sobre mi viaje, que en este sentido geográfico, no era un regreso, y que en el sentido de vivencia, tenía todo por empezar.