jueves, 11 de septiembre de 2008

Si alguna vez tuve lo que fui




Un dichous es un dichous: Un jueves, como hoy, se conoce en idioma catalán como un dijous, y en el universo de aquéllos que nos reuníamos regularmente, y a lo largo de los años, tal día de la semana, se reconoce como un dichous. Pronunciarlo así, distinto, le daba la categoría exacta al nombre de referencia. No me preguntes por qué tenemos, al final, la habilidad de sellarle una naturaleza propia al común de las convenciones que nos sirven para relacionarnos. Léase que, quizás de algún modo, también nosotros tenemos la necesidad de elevarnos sobre los días que pasan y que entregamos mediante un sutil y nuestro alarde de identidad, mediante un guiño simpático a la permanencia de la vida que, también en su día, pasó y se nos entregó.


La familia: Y ahí me tienes, quizás trece años después de la Fundación Oficial de aquéllos encuentros entre amigos, en el Aeropuerto del Prat, en Barcelona, un dichous, a punto de tomar un vuelo con destino a América, aquél continente al que la convención se refirió como el Nuevo Mundo y que ahora, para mi pequeño universo, iba a significar realmente. Y ahí me tienes, rodeado como en pocas oportunidades sucede, quiéralo el azar y la ocasión, de mi familia. Créeme si te digo que, cuando tocó alejarse por las escaleras mecánicas, automáticamente, sentí la presencia de su sangre más fluída que nunca. Me dio la sensación de que me habían querido siempre, y ese sentir no ocurre a cada momento aunque permanezcas muy cerca a su lado. Y ahí me tienes, ya en la zona de embarque, en el piso superior, saludándoles cada vez que los recovecos de las cintas, esas que habilitan para el mejor rendimiento de la cola de personas dispuestas a partir, me acercaban al punto desde el que era posible reanudar contacto visual con la escena que ya había quedado grabada en mi recuerdo. Y ahí me tienes, contemplando, mientras alzaba tímidamente mi mano, encogiendo y estirando cada vez más lentamente mis dedos dibujando para el aire una penúltima despedida, cómo mis sobrinos, disfrazados de adorables espadachines, protagonizaban ya la siguiente escena de una obra que, de ese momento en adelante, iba a compartir escenarios bien distantes. Ellos jugaban a batirse, mis hermanos acompañaban el duelo con risas e indicaciones, mis padres se miraban y sonreían. Yo, disimulando, traté de no entorpecer el ritmo de la cola de personas que partían.


A Zurich: Ya en la puerta del vuelo que partía hacia Zurich hice una última llamada y recibí, aun con sorpresa, la última conexión con mis padres. Querían saber cómo estaba y les expliqué que había conocido a Ángela, una brasileira que, al verme vestido con la camiseta carioca que me habían regalado mis amigos durante la fiesta que me prepararon como despedida, se había maravillado de mi dominio del idioma español. Iba a ayudarle con la conexión de vuelos en Zurich, ya que ella era fatal para estas cosas, y ya me había empezado a hablar sobre las maravillas de Paraná, donde por primera vez en tres años iba a reunirse con sus tres hijas, la mayor de las cuales, de 21 años, había quedado embarazada y rechazada por un joven de Sao Paulo en Japón, donde trabajaban. Ángela estuvo casada con un señor japonés, después divorciada y actualmente tenía un enamorado -como dicen en portugués-, también de Sao Paulo, en Barcelona. Mis padres sonreían al otro lado del teléfono como cerciorándose de que la vida sigue con la historia, y yo me miraba a Ángela pensando que iba a tomar su mismo vuelo para encontrarme con mi enamorada -como dicen en portugués-, que es de Salamanca, que conocí como peregrino en León, que estudia en Florianópolis y que, recréase el azar en la ocasión, tiene 21 años.


A Sao Paulo: Tras hacer el último gasto en euros en un agua para ella y un sprite para mí, la dejé en su asiento del Boeing 747 citándonos para la salida, 12 horas más tarde. A mí me toco en la fila central y hacia la parte trasera del avión. A mi izquierda tenía una pareja de la Guayana, aunque eso no lo supe hasta prácticamente el final del trayecto. A mi derecha, en cambio, se sentó Rodrigo Sá, un cantante y capoeirista de Sao Paulo que se presentó al momento de mirarnos diciendo "Sá", a lo que respondo "Ro". Me lo miro levantando ceja y comisura izquierdas, mientras asentía con la cabeza, como respondiendo a sus ojos abiertos, cejas de arco en tensión y desplazamiento hacia atrás del cráneo como dejándole el espacio a la sorpresa. Sí, sí, "Ro-Sa", le digo. Acto seguido nos pusimos a hablar de los seis meses que había estado él viajando por Europa, tocando en el Rock in Rio y otros conciertos en Lisboa, Madrid, Bruselas y Amsterdam. Ahora su viaje tocaba a su fin y le esperaba su enamorada doce horas más allá en el tiempo y 7000km más allá del punto en el que nos tocó empezar a discurrir. También lo hicimos sobre mi viaje, que en este sentido geográfico, no era un regreso, y que en el sentido de vivencia, tenía todo por empezar.


A Florianópolis: Pese a tener que hacer una hora de cola extranjera con recovecos en el control de aduanas del aeropuerto, tras recoger mi equipaje facturado me encontré a Sá en la cola mixta con recovecos de la puerta que anuncia con un cartel: "Nada que declarar". Con tanto enamorado al otro lado de un aeropuerto me sonaba a improcedente lo de "nada que declarar", pero pensé que igual pondrían el cartel con expresión antónima en la zona de las escaleras mecánicas, aquéllas que automáticamente transportan y deslizan mensajes de despedida y bienvenida. Cuando fue el momento de la bienvenida para Sá, me miró con esos ojos verde claro, con brillos de transparencia que me trasladaron a la orilla del mar de las mejores postales de Brasil, y me dijo: Buena persona Ro, y mientras le sonreía sin declarar nada me dijo: Acompáñame y conocerás a mi enamorada -como dicen en portugués. Allí nos despedimos, y en la distancia que mediaba entre nuestras manos en alto mientras nos alejábamos habían vitalidad e ilusión en el porvenir a ritmo de capoeira y berimbau. "Escríbeme!", él. "Claro!", yo. "La TAM?" yo. "Por allá!", él. La TAM estaba por allá, pero el por allá era muy extenso y en él se escribía y hablaba en português. Lo mejor del "por allá" es que la sección Conexión-Transferencia, que es la que aparentemente yo buscaba y encontré a escasos metros, por lo menos se duplica en Guarulhos, sin que ningun cartel, aparentemente, señale distinción alguna en por qué a ti te corresponde una sección u otra que, evidentemente y para añadirle más ritmo al baile de maletas y a mis escenas de aeropuerto, están ubicadas estratégicamente en pisos diferentes y alas opuestas. Si los carteles no daban solución debía ser porque la tenían el personal del aeropuerto. Quedaban trenta minutos para la salida de mi vuelo final, y yo debía emitir mi billete en papel, facturar de nuevo la maleta, curvear los recovecos de la cola de las personas que ya partieron y deben embarcar, que por algo somos los de la sección Conexión-Transferencia, llegar a mi puerta de embarque y partir. Y con toda esa gente, y esas colas, y falando português. Tras comprobar tres puntos de vista diferentes sobre la sección a la que debía acudir, hice mi tercer amigo brasileiro con una gota de sudor en la frente y gesticulando más que un urbano con almorranas. Me llevó hasta los recovecos, pero no los convencionales, no. Me llevó por los pasillos con recovecos por los que pasean los almirantes, los tripulantes y los currantes del mundo de la aviación. No me preguntes cómo llegamos a la primera planta del Aeropuerto de Guarulhos sin subir un puto peldaño, pero cuando llegamos a la zona de recovecos de la sección Conexión-Transferencia 2, y el 2 es mío, llamó a su compadre Joao con voz intestinal, le explicó los vericuetos de mi peregrinaje por las terminales del lugar y mi destino, e ipso facto retiró un par de cintas y me colocó a salvo en la cola adecuada, desde la que pude comprobar, durante los siguientes 10 minutos, cómo Joao abría, retiraba y cerraba cintas dibujando recovecos a su interés y el de las colas que, me pude cerciorar, iban todas al ritmo intenso que pautaba la urgencia de cada vuelo. Al compás de su voz entonando "Curitiba!", "Porto Alegre!", "Florianópolis!", y sus pasos marcando el nuevo diseño de la cola a ocupar, yo entre el éxito y el colapso venía pensando: vaya samba la del lugar.


En Florianópolis: Observé la isla al detalle a medida que el avión encaraba su aterrizaje. No he querido hacerme muchas ideas previas por no subir ni bajar nota a mi prejuicio, así que parto de cero con mis valoraciones y a empezar. Ya con el equipaje en la mano, sin recovecos accedí a la sala de bienvenidas. A falta de cartel entiendo que puedo declarar y declaro que Florianópolis ese viernes se había levantado muy pronto, y tras alisar sus mechas rubias y vestir de rojo la zona del corazón, regalaba al viajero una sonrisa encontrada, ojos de aventura compartida y un rostro que, acompañando a las manos abiertas del abrazo, soltaba a cada paso la espera y apretaba, a cada latido, la emoción. Florianópolis me supo a familiar, y como dos niños jugando a las espadas, mi enamorada -como dicen aquí en Brasil-, y yo, fuimos acortándonos las frases con preguntas, guiños y besos.