jueves, 25 de septiembre de 2008

con f de fatatas


Sólo un poco de Florianópolis: No conozco nada de este lugar, pero tampoco sé nada de la amistad, ni del amor y muy poco de la lógica -ya que puedo asegurar que el debate está en las premisas y más difícilmente en la conclusión, aunque de eso también sé poco-, así que me atreveré un poco también con la Isla Mágica, que debe su nombre al republicano "pica-paus" y vencedor Floriano Peixoto (1894). Dicen los libros que Florianópolis es una província de Brasil y capital del Estado de Santa Catarina, bien al sureste. Bastante desconocida para el común de los españoles -(y esto ya es mío)-, pero muy popular entre las gentes de Argentina, Uruguay y Brasil -por cuestiones de proximidad geográfica, de benevolencia climática y de perfil cartográfico privilegiado, supongo-, y bien conocida por las gentes de Alemania -por proximidad histórica, benevolencia climática y perfil cartográfico privilegiado, supongo-, ha ido ganando adeptos por su oferta múltiple en deportes acuáticos de toda índole, siempre en torno a playas de arenas variadas, diversidad de olas, multiformes rocas y variopintos tonos. El 97% de su territorio lo conforma la Isla de Santa Catarina y, actualmente, se considera un destino turístico muy bien valorado tanto por la tranquilidad de sus parajes como por la apertura y amabilidad de sus gentes. Se vive tranquilo, cierto: mi casita es de maderita azul celeste y porticones blancos, y no sé si por este pintoresco, refinado y cálido dato o por los muros de dos metros rematados con tres fases de cableado eléctrico, las cámaras de seguridad y la puerta siempre cerrada del recinto que comparto con tres cabañitas más, todas de mis colores y en mi misma acera menos la mayor, de la casera, que está en la acera de en frente, sea la verdad dicha paseo por el jardín más ancho y relajado que dios. Será, como última posibilidad, que no ha llegado el verano, en el que la población en la isla se multiplica por tres, y puede que venga mucha más gente a cruzar por esta acera.

Sólo un poco de la historia de Florianópolis: Esta parte es la aburrida, te la puedes saltar, pues aunque nadie haya venido a certificarlo, parece que tarde o temprano perderemos todos la memoria. Sea como fuere, se tiene registro de ocupación humana en la Isla de Santa Catarina desde el quinto milenio antes de Cristo. Para hacernos una idea, valoremos que Irak estaba en Mesopotamia y no había nacido Jose Ramón Alexanco. Al sistema de vida tradicional basado en la agricultura, la ramadería y la pesca se le sumó el sector comercial con la llegada de los portugueses -sin Luís Figo y sin Cristiano Ronaldo, pese a lo comercial y lo portugués-, quienes la colonizaron en el Siglo XVI y la llamaron Nostra Senhora de Desterro. Fue una medida estratégica, tanto en el plano comercial como punto de abastecimiento en la Ruta al Mar de Plata, como en el geopolítico como modo de contrarestar el avance de la colonización española por las tierras del Nuevo Mundo. Más adelante, durante el Siglo XIX, cuando en la Vieja Europa ya se notaban los pros y los contras de la Revolución Industrial, las guerras entre Länder, que terminarían en la Unificación Alemana de 1871, provocaron un continuo corriente migratorio del campo a la ciudad que, cuando empezó a ser problemático -tanto por razones demográficas como económicas-, se transformó en una migración de la ciudad a la colonia. Eran el propio Gobierno Imperial y los Agentes de Emigración los principales impulsores de esta corriente migratoria de alemanes hacia el Estado de Santa Catarina, pero las promesas de aquéllos, junto con la esperanza de los 5 millones de alemanes que se desplazaron allí a lo largo de todo el siglo XIX, no fueron más que el pistoletazo de salida de una colonización, finalmente, marcada por el carácter perseverante, atento y esforzado de sus colonos y sus líderes.

Sólo un poco de la colonización alemana: La colonización no es un concepto que caiga simpático hoy en día. Sin embargo, de su estudio se pueden obtener grandes lecciones sobre todas las dimensiones del ser humano. Insisto que no sé nada, que yo sólo había oído campanas, pero lo que tienen la amistad, el amor y la lógica combinada en un día cualquiera en el que paseas por las calles de Florianópolis para preguntarle quién es: yo buscaba un restaurante para comer, y una tienda donde comprar cajas, sí, de cartón, para guardar cosas, y quiere el destino que me vea bajando unas escaleritas hacia un sótano en el subsuelo para encontrarme entre la memoria del tesoro, esta vez paginado en miles de ejemplares de segunda o tercera mano. La conversación con ese hombre fue no sólo fascinante, sino arrebatadora. Tras notar mi interés por saber más de la influencia alemana en la actual Florianópolis, me explicó que una figura cuya vida corre paralela al proceso de mayor cambio y desarrollo en Florianópolis, y cuyas hazañas se confunden con las de la propia ciudad, es la del alemán nacido en Hamburgo Carl Hoepcke, quien formó parte de las corrientes de inmigración mejor adaptadas al Nuevo Mundo (1848-1870) y emprendió ambiciosos planes comerciales y empresariales a partir de la experiencia y ayuda de su tío Ferdinand Hackradt, quien a su vez vivió los avatares del colonialismo en Blumenau, ciudad a la que dio nombre el Dr. Otto Blumenau quien, a cargo de la Sociedad de Protección de Alemanes al Sur de Brasil (1846) incentivado por Otto von Bismarck y Alexander von Humboldt, entre otros, transformó, lo que en 1852 eran once lotes de tierra, en una colonia que, 20 años después, era habitada por 6000 personas que se distribuían las funciones de escolarización, servicios médicos, elaboración de cerveza, azúcar, mandioca y vinagre, principalmente. Blumenau es la ciudad que mejor conserva esa tradición germana, y las estructuras tanto económicas como arquitectónicas que aún se sostienen se bañan a lo largo de cada mes de octubre con litros de cerveza durante la colonizada fiesta Oktoberfest. Sea como fuere, dar salida a miles de campesinos empobrecidos y desprotegidos de los saqueos y del proceso imparable de la industrialización mediante la concesión de la explotación de una nueva tierra no parece la peor de las soluciones desde una perspectiva europea. Cabe preguntarse y analizar, sin duda, el impacto que tales acciones suponen desde una perspectiva indígena.


Sólo un poco de Carl Hoepcke: Las civilizaciones a menudo se han superpuesto unas a otras expandiéndose mediante la destrucción de la memoria anterior a su llegada y no dejando piedra sobre piedra. Con lo que me quedo del proceso de colonización alemán es que personas, que después fueron líderes, esforzadas, atentas y perseverantes, como fue el caso de Carl Hoepcke, que aprovecharon su momento histórico, en este caso la Revolución Industrial en Europa, para beneficiar a ambas partes de las relaciones comerciales, al fin y al cabo consiguieran, para la historia, estampas de ilusión, fraternidad y esperanza como las que se vieron durante años a lo largo, ancho y alto del puente que, en Florianópolis, une a la Isla con el Continente. Cuentan que, cada vez que un navío se acercaba a la isla procedente de Europa, cargado con pasajeros y mercancías, o viceversa, cada vez que se alejaba hacia ese destino, la población de Florianópolis se reunía y amontonaba en el Puente Hercílio Luz para presenciar, rebosantes, el espectáculo del ir y venir de gentes, ideas, posibilidades, sueños, esperanzas y realidades.

Sólo un poco de mí en Florianópolis: Véme entre el vaivén de autobuses, u ónibus, que llegan y salen de las ajetreadas terminales rebosantes de Florianópolis, esquivando entre gentes mestizas de paso ligero y protagonista y andares de poca distracción, avanzando medio atento entre el vocerío del mercado, o camelódromo, y el griterío de las comparsas dispares organizadas al son de las inminentes elecciones, cómo paseo pensativo y curioso entre comercios y restaurantes hacia el puente de Hercilio Luz, construído en 1926 y cuyo nombre se debe al gobernador que firmó el tratado para la colonización a gran escala en 1895. Tras la lectura de mi primer libro en portugués, sé que aquí se hallaba antaño el muelle de Santa Rita, y el astillero de Arataca, levantado por Carl Hoepcke en pleno auge del desarrollo de la indústria naval: su actividad se ubicaba justo donde el puente, de unos 820 metros de longitud y de estructura colgante, asienta hoy día su base en la isla. Lo que en mi libro es un foco radiante de actividad fabril hoy día es un restaurante para bodas, bautizos y otras actividades febriles. La historia primero pasa y luego pesa, o viceversa. Parece ser que toda la vida mercantil y productiva de la província se concentraba en este núcleo urbano, y joder, yo no veo nada: un puente abandonado que nadie visita y un tráfico denso hacia la entrada del centro. Y es que hoy, pese al giro que ha dado el sistema económico insular, se le conoce a esta zona aún como El Centro.


Y aquí estoy, ya en el conocido puente, cuyo diseño no puedo evitar que me traslade a la Bahía de San Francisco, observando el variado contraste entre los edificios de nueva construcción y la vieja arquitectura portuguesa -que aún sostiene un pequeño protagonismo que se va diseminando en el tejido arterial que va desde el Camelódromo a la Avenida Beira Mar-, para ver en lontananza las favelitas de obra y de madera con colores que se reúnen y amontonan en la colina que delimita la zona centro en la vertiente opuesta. Me da la sensación que rebosan, y ostras, que presencian el ir y venir de gentes, ideas, posibilidades, sueños y esperanzas desde una perspectiva muy baladí. Esta multitud no se reúne y amontona ya para mirar al mar de los peces, mas a la tierra de las flores, al centro.

Esos hombres que unían a hombres, esos líderes que unían a comunidades, esos puentes que unían a territorios, esos barcos que unían a continentes... Desde este prodigio de la ingeniería de 5000 toneladas de acero americano, construído a partes similares entre brasileños y americanos, en el que antaño discurrieron tantas personas, pensamientos y sueños en forma de conjetura, discurrido el tiempo y corriendo la corriente, me viene a la mente la lógica y la magia combinada. Pienso en el misterio que precede a la sabiduría en la tienda de Chico, el regente del pequeño, escondido y subterráneo local rebosante de libros de segunda mano que me ha guiado en el acercamiento a la realidad alemana de Florianópolis. Medito en mi amigo C, de ascendencia alemana, que escribió a CH, y que está viviendo en San Francisco. Imagino a aquellos hombres para quienes los barcos les hablaban de un viejo y un nuevo mundo que se unían con vistas al por venir. Observo con semblante dispar a los hoteles altos junto a los edificios abandonados, recostados sobre otros envejecidos, que se hayan pegados a los de reciente construcción, que estan pared con pared con la horizontal y colorida arquitectura portuguesa, al otro lado de las favelitas con colores que, con el puente en obras desde hace quince años, tienen vistas al porvenir. Me pregunto, después, si el futuro vino, y qué le pretendió, cada cual.

Atento con la disparidad me gustaría que, de la familia Peixoto, el padre y la madre de Floriano, a quien debemos el nombre de Florianópolis (1894), hubieran pensado en darle a su hijo de la tierra el nombre que en el apellido es del mar, y que lo hubieran querido unir, como trazando un puente, como Luciano Martins, artista de su Florianópolis, lo vio y nos deja, para el porvenir. Y de nuevo pienso en aquellas flores que se abren al espectáculo con todo su esplendor.